Atrapada en la autopista!
3 diciembre, 2010 16 comentarios
Hoy he estado en una terapéutica comida con mis dos mejores amigos (a los que para preservar su identidad, llamaremos por los nombres de los actores que los interpretarían en el cine: Vince y Herr Brühl.
¡El uniforme de Daniel no es casual!
Como además nos hemos hecho socios en un nuevo e ilusionante proyecto, a través del cual forzaremos a nuestras aspiraciones a hacerse realidad (que hay que ver cómo se resisten a cumplirse cuando uno no pone nada de su parte), la comida podríamos decir que era «de trabajo» y ya se sabe como acaban esas comidas: exorcizando demonios a base de brindis de pacharán, como está mandao.
He de decir que Vince y Herr Brühl me han ayudado mucho a poner en perspectiva ciertos asuntos, como hacen los buenos amigos cuando te ven un poco pallá. Sí debe de ser verdad que últimamente tengo un cable pelao, porque venía yo notando unas interferencias por las que lo mismo se colaba la Niña Medeiros que la Dama de las Camelias…
Total, que al finalizar la sobremesa, eran las ocho de la tarde y digo yo que ya está bien… Me monto en mi coche y ala, a la aventura; y es que tengo la arraigada costumbre de perderme siempre que conduzco (y más si vuelvo de Sanse, que de las 4 veces que he ido no he vuelto nunca por el mismo sitio) porque carezco por completo de sentido de la orientación (que supongo que debe de estar en el bolso en que me dejé la intuición, que también lo mío tiene delito…), y donde la cago especialmente es en las autopistas (que en Madrid hay muchas y variadas).
Pues esta tarde ha sido el éxtasis de la perdición. Qué pesadilla surrealista… No sé como lo hacía que por mucho que cambiara de autovía tratando de seguir la indicación del aeropuerto, que más o menos me sirve de orientación, acababa en dirección a Colmenar. Jo, qué fijación, tanto que ya hasta he pensado que era algún tipo de señal…
«Ve hacia Colmenar, Monidala…»
Huyendo de Colmenar he acabado casi en Pozuelo (vamos, en la punta contraria de donde está mi hogar, a donde de verdad pensé que no lograría regresar jamás), y por intentar arreglarlo, he acabado en la carretera de La Coruña, donde, según me he incorporado a un atasco bastante majete, se me ha encendido la luz de la reserva. ¡Madre de Dios, madre de Dios! Estaba a más de 30 kilómetros de mi casa, eso si no me volvía a perder, por lo que he decidido buscar una gasolinera…
Pues no hay gasolineras en Madrid. ¿Qué os parece? Consigo salirme de la A-6 por una vía de servicio, y después de varios vericuetos, llego a una zona donde supongo encontraré un sitio para repostar, y así por lo menos seguir perdiéndome más tranquila (porque la perspectiva de quedarme tirada en la carretera con el frío que hacía esta tarde, pues como que no me apetecía mucho), cuando a medida que avanzo me voy alejando cada vez más de la civilización, como esas pobres muchachas de las pelis de terror que se acaban metiendo en un callejón oscuro y sin salida donde les espera una muerte segura por ensarte o degollina.
Cuando ya estaba yo esperando al asesino del hacha, las hordas de fantasmas de Marte o a las putas de Sin City clamando venganza abalanzándose sobre el pobre Yaris, he vislumbrado un rayo de esperanza en forma de nueva salida a la autopista, que esta vez sí, me ha permitido llegar hasta un lugar reconocible donde he puesto gasolina, he avisado de que no me habían abducido los extraterrestres y desde el que ya he conseguido llegar a casa.
«Oiga buen hombre, ¿que no habrá una gasolinera por aquí…?»
Cuando me he bajado del coche me dolía todo el cuerpo (una hora me he tirado por esas carreteras de Dios en un trayecto que se supone de 15 minutos) y tenía un estrés que pa qué (vamos, que ahora entiendo yo a los de la Fórmula 1 que salen despeinaos y hechos polvo…).
Y os preguntaréis ¿esta historia tiene moraleja más allá de «eso te pasa por apurar tanto el depósito» y «guapa cómprate un GPS»? Pues seguramente no, pero ahora están muy de moda los finales abiertos…