No entendía…
16 enero, 2011 13 comentarios
… el extraño mecanismo cerebral que la llevaba a despertarse todas las mañanas sobresaltada a las seis cero cero. Ni como, en esa extraña lucidez del momento, podía sentir que todo estaba en su sitio para un instante después, empezar la lucha diaria para evitar que esa sensación se fuera desvaneciendo haciendo borrosos todos los argumentos que la sustentaban, hasta dejar solo un poso inexplicable: justo como cuando tratas de recordar un sueño perfecto que acabas de tener pero tu cabeza lo está devolviendo poco a poco al subconsciente del que, quizá, nunca debió salir por estar revelando mucho más de lo previsto…
Pero era un claro síntoma del momento convulso que estaba viviendo. De, lo que había dado en llamar, el tener la vida en obras. Era raro pero, casi todos a su alrededor pensaban que el caos se había apoderado de todo. Casi podía sentir como los que la querían se ponían un casco al encontrarse con ella, como si los escombros de su aparente demolición pudieran herirles.
No sabían lo equivocados que estaban. No existía tal afán de demolición, no había errores que recomponer (claro que los había pero se aceptaban, formaban parte de su historia…) y sus arquitectos estaban trabajando en seguir construyendo sobre las bases de un pasado que no podía dejar de ser tenido en cuenta. Sin embargo, es difícil integrar un nuevo estilo sobre otro antiguo y siempre hay detalles, a veces importantes, que se quedan en el camino. Se resignaba a aceptar que todo esto sólo estaría claro cuando esta fase de la construcción quedara terminada.
Además, se sentía como si durante el levantamiento de ese pequeño edificio que, según los planos iniciales, debía ser un centro comercial, se hubieran descubierto las ruinas de una antigua pero modesta civilización: era imposible obviar este hecho y seguir como si nada pasara. Se imponía la necesidad de analizar, estudiar, catalogar esos restos.
Probablemente después de eso fuera un sacrilegio seguir pensando en términos de retorno de la inversión: La finalidad original estaba perdiendo su sentido y aquel edificio no sería nunca el lugar concurrido y económicamente ventajoso que se planeó sino que tenía la obligación moral de convertirlo en un pequeño refugio para aquello que debía perdurar, porque ya estaba allí incluso antes de tener conciencia de sí misma.
Alcanzado ese punto de no retorno, le resultaba más fácil aceptar que no iba a ser comprendida si descubría que sí estaba siendo escuchada. Valoraba a los pocos que se atrevían a asomarse a los nuevos planos y a pasearse por entre aquellas vitrinas en las que ya se mostraban algunos de esos, a veces, diminutos retazos de una vida anterior tan olvidada que pareciera que nunca había tenido lugar. Ella los enseñaba con el orgullo con el que una madre relata los avances de sus hijos, aunque en ocasiones le invadía un cierto pudor: no todo estaba en urnas transparentes, todavía se guardaba ciertas cosas que no estaba preparada para mostrar al mundo. No todavía.
Sin duda todo esto le había hecho sentir que su mundo no era inmutable, que las certezas de hoy podían ser grandes incógnitas al día siguiente. Que no volvería a dar nada por sentado ni a rechazar nada por imposible. Que tendría que estar alerta para no dejar escapar nuevas oportunidades… Pero por ahora, había que ponerse de nuevo manos a la obra, porque quedaba mucho por hacer, y eran las seis cero cero.
A los que siempre escuchan, y sobre todo a los amigos nihilistas y cínicos ficticios: vuestra lealtad sí es inmutable.