Aún entonces, …

… tantos años después, le seguía doliendo en ese lugar del pecho. Y no tenía nada que ver con aquello que decían las viejas de que notaban cuando iba a llover, no. Era otra cosa. Era una sensación de pérdida que la asaltaba de repente sin razón aparente. No necesitaba un motivo especial, ni nada que le hiciera recordar como un sonido o un olor… Simplemente de repente se descubría acariciando aquella pequeña y vieja cicatriz cerca del esternón como si así pudiera invocar lo imposible.
Y no es que se agolparan los recuerdos hasta ahogarla en su propias lágrimas. Ya no. Si algo había aprendido es que el dolor no es eterno y que el tiempo acaba curando hasta las cosas que, en teoría, están diseñadas para desgarrarnos el corazón y dejarlo hecho jirones inservibles e inútiles.
Sí hubo un tiempo en el que pensó que se había convertido en una cínica sin remedio incapaz de sentir nada, de disfrutar con nada, de amar nada. Y sin embargo una mañana se descubrió riendo a carcajadas por algo, ni siquiera recordaba ya que fue, pero esa risa fue sincera y pura. Y supo que estaba curada, o que su corazón había vuelto a funcionar. O lo que fuera, porque decidió no ponerle nombre a las cosas para no tratar de apresarlas ni poseerlas. Quizá no fuera una cínica pero eso no significaba que hubiera recuperado la fe… Sin duda había algunas cosas que sí habían muerto con él.
Tampoco le atenazaba ya la culpa: había superado hacía tiempo ese sindróme del superviviente que durante años la había sumido en la oscuridad de una infelicidad autoimpuesta. Se había sentido una impostora en su propia vida, una ladrona que estaba usurpando la identidad de una muerta. Sentir durante muchos años que debía estar muerta, que TENIA que haber muerto aquel día, en aquel preciso momento, le había hecho plantearse hasta que punto su amor había sido verdadero. ¿Se puede llamar amor a aquel que no es capaz de morir por amor?
Ahora aquellos pensamientos le parecían tan pueriles que casi le avergonzaban. Y por momentos le avergonzaba también la supuesta heroicidad de él: aquel que sí había hecho lo que ella no pudo y había muerto por amor. Su mente adulta se preguntaba si las cosas hubieran sido iguales entonces, veinte años después. ¿Habría tomado él ese veneno de pensarla muerta? ¿O habría llorado su pérdida hasta que ese dolor se fuera aplacando y habría continuado con su vida (una vida quizá apagada y vacía)?
Todavía le quedaban, muy de vez en cuando, momentos en los que se rebatía a sí misma y se hacía recordar que quiso hacerlo, que lo deseó ardientemente. Que cuando descubrió que su amor yacía a su lado sin vida no dudó que tampoco quería seguir viviendo. Que cogió esa daga con las dos manos y poniendo la punta en su pecho, había tratado de llegar hasta su dolorido corazón para no sufrir más. Que el frío y cruel acero se había clavado en su carne con un terrible crujido pero entonces un terror indecible se había apoderado de ella y con un violento espasmo había arrojado el arma lejos de sí.
Recordaba como lloró entonces amargamente su cobardía golpeando con sus manos ensangrentadas el pecho de él. Odiándole entonces por no estar allí para darle fuerzas para poder terminar lo que empezó. Entonces no se percató de la paradoja. Hoy hasta le hacía sonreir con ironía.
Cada vez que se sumía en esos pensamientos la sensación de pérdida se hacía tan presente que era casi tangible. Se convertía en una necesidad física, en un anhelo inapresable que bajaba desde esa cicatriz en el pecho hasta su estómago con el peso de una lápida. Y después… se pasaba. Y le parecía como si de nuevo el sol se filtrara entre las nubes para calentarle la cara y hacerle sentir que la vida cobraba sentido.
Y seguía con su vida. Apagada y vacía. Pero era lo único que le quedaba.