Tutto l’universo obbedisce all’amore

[Basado en una historia original de Vince, Herr Brühl et moi.]

Final del verano de 1991. Un pueblo mediterráneo de esos en los que la luz es tan brillante que deslumbra y hace refulgir las hojas de los árboles.

Vemos a una chica caminando al lado de la tapia del cementerio. Por su figura de incipiente mujer estupenda envuelta en un ligero vestido veraniego diríamos que ya tiene casi veinte años, pero en realidad acaba de cumplir los diecisiete. Cuando la cámara se asoma a su rostro descubrimos que tiene toda la radiante belleza de la juventud enmarcada por un espeso cabello negro y que sus impresionantes ojos de color ámbar están vacíos. Sólo el bien formado arco de sus oscuras cejas parece darle algo de expresión a su mirada.
Tan joven y ya le han roto el corazón. A su alrededor hace un tiempo que todo está difuminado por la monotonía del color sepia. Pobre. Todavía no ha aprendido que esto también pasará. Que ese dolor que le atenaza el pecho desparecerá y llegará un día en que apenas recuerde qué era aquello que le parecía el fin del mundo. Y aunque esta experiencia dejará un poso en ella y en su personalidad adulta, olvidará ese sentimiento. De hecho lo olvidará de tal forma que no podrá evitar que vuelva a ocurrir. Todos estamos indefensos ante el olvido. Así debe ser.
De repente dos figuras doblan la esquina por la misma acera enfrente de ella. Apenas tiene tiempo de percatarse de lo que está viendo y, aprovechando que la puerta del cementerio está abierta, se cuela como un relámpago y se apoya al otro lado de la tapia. Era ÉL. Iba hablando y riendo con alguna otra chica. Ni siquiera la ha visto.
No puede evitar que sus ambarinos ojos se llenen de lágrimas y echa a andar entre las primeras lápidas antes de que el nudo que tiene en la garganta la ahogue por completo. Se dirige apenas sin ver hasta un rincón discreto porque por el rabillo del ojo ha intuido un pequeño grupo de personas en el otro lado del camposanto: están enterrando a alguien. Y a ella le parece que es ella la que ha muerto, así que se deja llevar por el morboso pensamiento de estar en su entierro mientras las lágrimas se derraman blandamente por su cara.
De su pequeño bolso saca su walkman y se pone los cascos: un buen entierro debe de tener una música apropiada. Bien hecho pequeña, si hay que vivir un drama, hagamos que sea teatral…

Entonces ve a ese chico. Para ella es un crío, aunque en realidad está a punto de cumplir trece años y eso para él es casi ser un Hombre. O eso creía hasta hace un par de días, cuando la vida no le había robado a la persona a la que más ha querido en su vida, la única que le hacía sentirse en casa y con la que no se sentía juzgado, censurado, incomprendido: su abuela. Él no lo sabe, pero también está llorando. Él cree que sólo está golpeando con el pie esa lápida como si fuera la culpable de lo que le ha pasado y, en ese momento, parece que apenas tiene nueve años.
Ambos se miran. Ninguno de los dos sabe por qué el otro está triste. ¿Acaso eso importa? La empatía es un sentimiento que no podemos detener. Fluye y nos inunda creando un vínculo inmediato. Ahora ya no se sienten tan solos, ahora su desgracia es, de alguna forma, compartida…
Ella se sienta sobre la tumba cuya lápida él pateaba, se quita los auriculares y se los ofrece sin decir una palabra. Entonces el chico se sienta a su lado y ambos acercan sus cabezas para escuchar la misma música a la vez. Un pequeño bálsamo para el alma.
Mientras escuchan la música no se miran, cada uno fijo en sus pensamientos, pero sienten el consuelo de sentir el calor del cuerpo del otro tan cerca, como un abrazo invisible. Para el chico es lo más cerca que ha estado nunca de una mujer. Y en ese momento ella le parece la mujer más hermosa que ha visto jamás. Puede sentir el olor de su pelo y, sin atreverse a mirarla directamente, se da cuenta de que si clava su mirada en el suelo puede ver de reojo la bronceada piel de sus rodillas. Fugazmente siente como en su maltrecho corazón aparece un sentimiento nuevo y sorprendentemente opuesto a lo que sentía hasta entonces: no lo puede definir pero está hecho de una mezcla de esperanza y fortaleza, como si hubiera recuperado ese valor que creía haber perdido.
Entonces se oye una voz de hombre que viene desde el grupo de personas que ya se dirigen a la puerta del cementerio. Es el nombre de él que, al escucharlo, mira hacia allí y luego a la chica. Durante una fracción de segundo se queda atrapado por esos ojos que ahora sí tienen una ligera expresión de curiosidad y por esos labios en los que se dibuja una imperceptible sonrisa. Él retira su mano de los auriculares que sujetaban juntos y, sin decir una palabra, se levanta con decisión y echa a correr. La muchacha se queda sola con su música viendo como el chico se aleja. Un chico que, en ese momento, casi parece de su edad.

¿Continuará?