Un mundo de hijos únicos
23 junio, 2011 7 comentarios
Cuando yo era niña casi todos teníamos hermanos. El famoso Baby Boom todavía coleaba así que, si tomamos como ejemplo el bloque en el que vivía, de entre las veinte familias que lo formábamos aún quedaba alguna que hoy llamaríamos numerosa; aunque en la mayoría de los casos éramos dos (los que tenían “la parejita” se plantaban más rápido que los concursantes del “Un, dos, tres”). Sólo había un hijo único en el bloque.
En el cole pasaba igual: los que no tenían hermanos eran rara avis y había un montón de tópicos y leyendas urbanas que los rodeaban: el cliché habitual los definía como mimados, egoístas, caprichosos y poco proclives a compartir sus fascinantes juguetes de único vástago (las cosas como son, los Reyes solían ser más generosos con ellos puesto que no había que repartir…). La leyenda urbana más habitual era, y hay que ver la crueldad infantil hasta que punto llega, que eran adoptados. La realidad es que seguramente muchos de ellos fueran como Ross, “milagros médicos”, porque supongo que eran muy escasas las familias que tenían sólo un hijo porque así lo querían. La mayoría de las mamás no trabajaban fuera de casa así que la vida era muy distinta por aquel entonces…
Tampoco digo que fuera una sociedad perfecta…
Es evidente que los tópicos son solo eso. Sobre todo porque en las décadas de los ‘70 y ’80 era casi imposible ser un mimado (bueno, en el barrio de Salamanca y similares no lo sé, hablo de las áreas proletarias o rurales en las que nos criamos la mayoría de la población, claro). Para empezar los sueldos eran bajísimos y daban para vivir y poco más. Los caprichos eran para los ricos, la Coca-Cola para los cumpleaños y las bicicletas, para el verano. De vacaciones íbamos a casa de los abuelos al pueblo a hacerles desear que llegara septiembre para poder respirar un poco de paz y, si ibas a la playa, era a costa de dejar lo del video VHS para el año siguiente y te pasabas dos semanas de camping para acabar con los pies bronceados a rayas gracias a esa aberración de la moda: las sandalias cangrejeras de agua (ahora va Prada y las pone de moda otra vez y yo me cago hasta en Coco Chanel).
Recibíamos juguetes básicamente dos veces al año: en tu cumpleaños y por Navidad. A mi hermano y a mí nos hacían un regalo adicional (limitado a la estratosférica cantidad de 1.000 pesetas) al terminar el curso si habíamos sacado buenas notas. Había que hacer muchas cábalas para invertir bien el billetito de marras…
De ropa ni hablemos: me he pasado años luciendo los modelitos descartados por mi prima la mayor. Algunos estaban guay, pero recuerdo con especial inquina un trajecito de falda pantalón de pana color mostaza que mi madre encontraba monísimo pero que le hizo mucho daño a mi autoestima durante la durísima pre-adolescencia de una niña de esas de, digamos, “lento desarrollo” pero miopía precoz. Y no sigo con los traumas provocados por esos chándal de mercadillo con la cara de Mickey (o un tejón con psoriasis, porque para ver al personaje de Disney en ese engendro había que tener mucha imaginación) o las zapatillas de deporte “Paredes”. Uf, lo que tuvimos que ahorrar para comprarnos las primeras Nike o los ansiados Levi’s 501, aunque después nos quedaran como el culo…
¡Vaya si lo era! Bueno, en realidad lo es, porque se sigue comercializando en otros países…
No os tengo que explicar cómo han cambiado las cosas: en este mundo de mierda que hemos montado entre todos (“¿qué me dices? ¿que los indignados del 15-M también han colaborado? pues sí, la culpa la tenemos TODOS, que los bancos no nos han puesto pistolas en el pecho para aceptar las leoninas condiciones de sus usuras”) resulta que hacen falta dos sueldos para que una familia pueda subsistir.
Pero no nos engañemos, el problema no es sólo la inflación disfrazada de redondeo del euro ni la burbuja inmobiliaria y sus estragos: gran parte del problema es nuestro consumismo y el ansia viva que nos corroe. El hecho de no haber tenido caprichos en la infancia (porque la verdad es que de lo básico no nos faltaba de nada gracias al esfuerzo de nuestros padres, que se dejaban la piel empeñados en que sus hijos “fueran más de lo que ellos fueron”) nos tiene traumados y no nos deja acordarnos de lo afortunados que somos y por lo tanto, disfrutar de nuestra posición de privilegio (y mejor que no lo pensemos mucho o puede que el sentimiento de culpa tampoco nos deje vivir).
El resultado es que estamos siempre frustrados y siempre queremos más. Saciamos (momentáneamente) nuestra angustia existencial con iPads, Halcones Milenarios y zapatos de 300€ que después no nos ponemos para no estropearlos, pero nos engañamos porque en realidad sabemos que los momentos más felices de nuestra infancia no nos los dieron las cosas materiales: horas de juego y diversión con hermanos, primos, vecinos, compañeros del cole o ese niño que pasaba por ahí, en esas interminables tardes de verano en las que la calle era tomada por los críos cuando el tráfico y el terror de los padres todavía no se la había arrebatado para siempre.
Ahora la mayoría de los niños son hijos únicos. No tenemos tiempo ni ganas de más. Muchos tampoco se lo pueden permitir económicamente pero, la mayoría de los que sí podemos, no estamos dispuestos a tener ni un gramo menos de lo que ahora tenemos en aras de un supuesto aumento de nuestra felicidad familiar.
Nuestros hijos lo tienen todo. Es más, les compramos las cosas antes de que sepan siquiera que las quieren. “¿Qué mi hija no va a tener unos patines? De eso ni hablar, unos patines no: cuatro”. Eso es lo que te decían las madres de antes, sólo que las de ahora hemos perdido el sentido del humor y de la ironía así que lo decimos en serio. Estamos criando pequeños monstruos de egoísmo que no toleran ni un ápice de aburrimiento en sus vidas y los padres nos hemos convertido voluntariamente en sus esclavos.
No estoy mirando a nadie…
Que conste que donde digo padres digo abuelos, que es increíble como ese implacable Harvey que lo primero que hacía al llegar por la puerta era quitarnos el canal que estábamos viendo alegando que “seguro que era una birria” y nos torturaba con domingos interminables de Estudio Estadio, se conozca ahora la programación de Clan mucho mejor que la del Teledeporte…
Pues a pesar de tenerlo todo, no valoran nada. Nada les distrae más de cinco minutos y al rato de abrir el envoltorio ya lo han desechado. A veces prefieren hasta jugar con la caja! Pero bien pensado sí hay algo que les falta: el tiempo y la atención de sus padres, todo el día trabajando para comprar videoconsolas y bolsos epatantes y regresando a casa estresados y agotados… Qué pena de vida…
Me largo a jugar con mi hija!