Monidala In The Air

No os dejéis engañar por esta imagen de mujer cosmopolita, sofisticada y segura de sí misma con mucho mundo a sus espaldas (“sobre todo interior…” “¡Perra!” “Pues anda que tú…”) , ni por la grandilocuencia de un cargo que evoca grandes responsabilidades y eficiencia multinacional (“o pomposidad judeo-masónica, no te jode esta…” “¡O te callas o se acaba el post!” “Vale, vale…”). En el fondo sigo siendo esa chica de barrio pánfila y cursilona.

Esto, que he sabido siempre, se me hace más patente en cada uno de mis viajes, de los que parece que no aprendo nada y a los que me enfrento más virgen que Brienne de Tarth pero sin su habilidad con la espada (aunque ya me gustaría a mí ver a la moza pasando por el detector de metales con el acero valyrio…). Y es que tampoco importa que seas un físico nuclear de la NASA, la mayoría de los mortales nos aturullamos en el control de pasaportes mientras nos abren una maleta llena de intimidades y no fríen a preguntas cuando nos sentimos tremendamente vulnerables por estar descalzos. Que uno pasa por debajo del arco como si fuera a hacer el examen oral de unas oposiciones a notarías…

Y el caso es que yo siempre empiezo mis viajes creyéndome Vera Farmiga en “Up in the Air” pero en seguida me convierto en la Lina Morgan de “La tonta del bote”. Esta vez estreno maleta y llevo mi flamante portátil corporativo en mi funda personal porque a nadie de la oficina se le ha ocurrido que necesito algo donde ponerlo. Podría llevarlo bajo el brazo, pero entonces me entrarían ganas de pegarle unas fotos de Edward Cullen y no es plan. Cuando me miro resulta que llevo la siguiente equipación, digna de la mismísima Reese Whiterspoon, y todo ello sin “sonrosarme”:

Mami que será lo que tiene el rosa
Imaginaos esto remolcado por mi impresionante envergadura (ups!) de metro y medio y rodeada de Hombres de Negro…

Pero en cuanto el taxista para en la terminal, empezamos a flirtear con el desastre: no encuentro la tarjeta de embarque que tan diligentemente había impreso el día antes (que para eso soy agente de viajes). Resulta que me la he dejado en casa, así que el corazón empieza a bombear sangre violentamente y comienza el proceso de hiperventilación. Calma: puedo solicitar otra. Problema: que ahora tengo el tiempo justo para facturar. Y, como no podía ser de otra forma, en los mostradores de mi compañía hay una cola enorme de lo que en ese momento me resultan las personas más odiosas del planeta.

Después de lo que me parece una eternidad pero en posesión de mi segunda tarjeta de embarque, encuentro otra cola enorme (ups! ;p) en el control, aunque consigo pasarlo sin incidencias y con la dignidad intacta y los zapatos puestos. Llego derrapando en las curvas a la puerta asignada para descubrir, con todo mi estrés, que no han comenzado. El alivio se mezcla con la frustración cuando, al ponerme en la tercera fila del día, me indican que mi lindo y rosado trolley en el que llevo básicamente el ordenador y mi bolso porque en teoría sólo podía llevar una pieza de equipaje de mano (todo por no pagar la cuota de facturación de equipaje, claro…), tiene que ir en bodega porque el vuelo está lleno y no cabrá en los departamentos superiores. Tengo un momento de duda en el que me debato entre cagarme en todo lo que se menea o pasar y me decido por esto último, que son las siete de la mañana y no tengo el cuerpo para gaitas. Pero estaría gracioso que me perdieran/robaran el equipo nuevo, después de llevar un mes esperándolo y trabajando mientras tanto con un ordenador tan rápido como la momia de Lenin.

Después de un vuelo sorprendentemente sin incidencias, llego por fin a mi destino, una de las capitales europeas más hermosas: Lisboa. En esta ocasión he acertado con el calzado (la última vez los tacones casi se convierten en un arma mortífera en su peligrosa combinación con los deslizantes e irregulares adoquines lusos y las empinadas cuestas del trazado de la ciudad), pero he cometido el fatal error de confiarme con el clima veraniego y no llevar una chaqueta: hace una brisita muy fresca que no es ni medio normal para el mes de julio.

Mis lindos pies
Menos mal que me he puesto las Adidas Khaleesi…

Al finalizar un duro día de reuniones y sobredosis de inglés, he decidido aventurarme por la ciudad de Pesoa, no sin antes aprovechar las rebajas para hacerme con una rebequita de lo más práctica. Como no llevo encima la navaja suiza, me limito a cortar el cartón pero llevo colgando el cordón de la etiqueta para ponerle el toque cutre salchichero que no puede faltar en todo lo que hago.

El metro de Lisboa se parece más al de Frankfurt (hablando de salchichero…) que al de Madrid: es muy chulo, pero el pudor me impide hacerle fotos tan lleno como está de gente en plena hora punta. Me bajo en Baixa-Chiado y empiezo a deambular por las calles sin rumbo fijo (vamos, que me falta la mochila para parecer Labordeta, pobre mío…). Me adentro en el Barrio Alto, de lo más castizo él con sus edificios antiguos con un gran encanto y que parece estar habitado por la “alternatividad” lugareña a juzgar por las veces que me apetecería exclamar: ¡Mira, una moderna!

Al cabo de un buen rato me doy cuenta de que no tengo ni pajolera idea de dónde me encuentro ni de cómo volver y de que las calles no parecen tener un sentido lógico por lo que me da la sensación de que es la ciudad la que me está llevando donde ella quiere y esa aleatoriedad me empieza a dar un poco de miedo, sobre todo cuando me percato de que está anocheciendo y de que, tras bajar dos millones de escaleras llego a una plaza en la que no veo más que mendigos borrachos. “Estupendo”, pienso, “voy a morir aquí por hacerme la aventurera urbana. Me cago en el Coronel Tapioca”. Pero no, nadie me molesta y acabo desembocando en la Avenida da Liberade donde encuentro un sitio muy típico para cenar.

Lisboa
Lisboa: una ciudad tan fotogénica que hasta yo le hago fotos medio resultonas.

A la salida del restaurante, la brisita fresca se ha convertido en un viento gélido y huracanado así que decido parar un taxi a cuyo conductor saludo con un “qué frío hace” que me sale del alma. Una cosa lleva a la otra y acabamos teniendo una conversación de lo más científica sobre el cambio climático y el futuro apocalíptico en perfecto portuñol (vamos, él en perfecto portugués y yo en perfecto español).
Al llegar al hotel y antes de dormirme, me doy un rulo por el Twitter donde un amigo y uno de mis gurús de las telecomunicaciones (al que me siento de lo más “obrigada”) me advierte de que si me estoy conectando con 3G me van a dar un palo de los gordos. Me entra un sudor frío cuando caigo en la cuenta de que durante todo el día no me ha funcionado la conexión wifi (pero no os perdáis que tampoco en el portátil y he ido cargando con él a Portugal para nada como si hubiera hecho una promesa…) y de que me he estado conectando a Internet con el móvil como si no hubiera un mañana!!

Señorita...
“Señorita, páseme con Google ¡CON GOO-GLE!”

Sí, amigos, soy una discapacitada tecnológica y el estado debería darme una pensión. O a lo mejor soy simplemente una cateta a babor… Pero soy una cateta con suerte. Aunque he dormido fatal y he tenido pesadillas con el tema toda la noche, por la mañana me han informado de que tengo una tarifa plana para esos casos en el extranjero así que la cosa no ha pasado a mayores. Uf, qué descanso (y eso que todavía estoy con el jet lag de una hora este…) ;p

Cars 2 (Brad Lewis y John Lasseter, 2011)

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No esperaba que la última creación de Pixar se acercara ni por asomo a la calidad argumental (y sentimental, en el buen sentido) alcanzado con la estupenda “Up”, pero tampoco contaba con que estaría durante dos tercios de la peli deseando que acabara.

Vale que haberse tomado medio litro de cerveza con limón antes de entrar (es que esas jarras tamaño pinta a 1 € es demasiada tentación y pensé que un ligero atontamiento ayudaría a encontrar más divertidas las peripecias de Rayo McQueen & Cia.) fue bastante aliciente para querer abandonar la sala lo antes posible a pesar de haber cumplido con mi ritual mingitorio antes de la proyección, pero es ni siquiera Victoria estaba prestando atención a la película y hasta empezó a juguetear conmigo y a portarse bastante mal en la sala.

La historia de “Cars 2” contiene una doble línea argumental: por un lado la competición del Gran Prix Mundial y por otro, un rollo de espías a lo James Bond protagonizado por Mate, un personaje que siempre me ha parecido un plasta. Ninguna de las dos historias logra atraparte verdaderamente. En realidad son altamente predecibles (de hecho tanto que hasta sorprende porque no te puedes llegar a creer que todo sea “tan lo que parece”), poco ingeniosas (vale, hay algún destello de lo que es Pixar pero en un grado muy light…) y los chistes no demasiado graciosos.

CARS 2

A mí nunca me han interesado mucho los coches pero oye, este Finn McMissile como que me pone bastante…

Entonces ¿por qué han hecho esta secuela de una peli que, ya en su primera entrega, está considerada una obra menor de los de Emeryville? Según me informa mi fuente más que fidedigna, y a pesar de lo que los adultos podamos pensar sobre el universo “Cars”, se trata de la cuarta franquicia de Disney que más merchandising vende (y eso ya os podréis imaginar que no es poco). A los críos les encanta. Así que supongo que esto debe de ser lo que se viene llamando “una peli alimenticia” o recaudatoria.

Precisamente lo mejor de “Cars 2” es lo mismo que lo era en el caso de su predecesora: la grandiosidad de los escenarios y paisajes. Mientras que en aquella se limitaba a Radiador Springs y alrededores (unas vistas preciosas de un paisaje desértico a lo Cañón del Colorado) aquí se lo montan de impresión en Tokio, París, Italia (una ciudad imaginaria llamada Porto Corsa) y Londres. La ambientación es francamente espectacular, así como todo el tema fuego, agua, explosiones y demás.

Okuni

No me digáis que no es una cucada…

Pongo pues todas mis esperanzas en “Brave” cuyo brevísimo trailer ya nos tiene deseando más. Ah, y el corto previo “Toy Story: Vacaciones en Hawai” tampoco estuvo mal, tierno y gracioso, aunque me pareció muy corto hasta para ser un corto…

X-Men: First Class (Matthew Vaughn, 2011)

X-Men First Class

Me encantaría poder replicar ahora la sensación que tenía anoche, en la lujosa sala Premium del cine (nunca había visto una peli en clase Business…) durante los últimos títulos de crédito, esos que nadie ve, los de la ficha del doblaje, mientras me debatía entre ir a un oriental cercano a hacerles El Gran Roto a base de asaltar la cinta transportadora de sushi de su más que competitivo “all you can eat” o quedarme justo donde estaba porque los espectadores de la siguiente sesión ya estaban llegando y aquello sería lo más cercano a la difunta “sesión continua” que tendré nunca.

El sentimiento era justo el idóneo para optimizar los poderes, ese lugar intermedio entre la ira y la serenidad: la alegría; y si hubiera escrito esto entonces podría haber sido un post clamoroso. Os tendréis que conformar con mi yo habitual. Se siente.

En cualquier caso, sigo conservando cierto grado de gratitud por haber tenido la suerte (que digo suerte, el privilegio) de ver esta película en pantalla grande (que digo grande, enorme) a las alturas que estamos desde su estreno y en estos tiempos que corren de inmediatez en los que las cosas caducan antes que el amor eterno. Durante toda la proyección había una palabra que se repetía sin cesar en mi cabeza y desde luego no es de extrañar: wunderbar.

Mística

Mutante… ¡y a mucha honra!

Que la Patrulla X es la franquicia de Marvel que mejor parada ha salido de sus adaptaciones al cine no es algo que os descubra yo. Que además esto la convierte en la crème de la crème de las pelis de superhéroes, tampoco. Pero es que además tengo la sensación (y no soy yo experta en el tema pero también tengo mi opinión) que la saga en general y esta entrega muy en particular, entran por pleno derecho en el Olimpo de las pelis de acción desde la única categoría que aguanto: aquellas en las que la acción está justificada por el argumento (entiendo a aquellos que detestan el musical alegando que la gente se pone a cantar y bailar sin razón aparente –como si hiciera falta una razón, pero en fin…- así que entonces ellos entenderán que a mí me parezca superfluo hacer estallar coches y aviones como si el objetivo final de todo ello no fuera otro que el de arruinar a las aseguradoras).

Como todos sabréis ya a estas alturas, la película nos cuenta el nacimiento de los X-Men allá por los años ‘60, inspirándose en la serie de cómics del mismo título y supongo que también en “Los hijos del átomo” (las pelis de la franquicia siempre se han pasado bastante por el forro la verdadera historia de la Patrulla X tal y como se relató en sus cómics, algo que podríamos decir que es lo más parecido que tienen los americanos a su propia mitología). En plena guerra fría y en el contexto de la Crisis de los Misiles de Cuba, Charles Xavier (James McAvoy) y Erik Lehnsherr (Michael Fassbender), dos mutantes con orígenes y vivencias muy diferentes, inician una colaboración que se vuelve amistad antes de acabar convertidos en los archienemigos Profesor X y Magneto.

Charles Xavier

Por Dios, que alguien le de un Spidifen a este chico…

Ya esperaba un argumento complejo (como en todas las anteriores) en el que siempre hay, además del enfrentamiento mutante, un claro mensaje acerca de lo intolerante, violenta e ignorante que es la raza humana. Pero además también tenía puestas mis esperanzas en la subtrama emocional y psicológica entre los personajes principales y desde luego no me decepcionó lo más mínimo: la relación entre Charles y Erik me ha proporcionado alguno de los momentos más emocionantes de mi vida de espectadora y la disección del personaje de Raven (una fascinante mutante que, ya con el nombre de Mística, había estado desdibujada en las anteriores ediciones aunque se intuía el gran potencial) me ha aportado un placer indescriptible.

Sí que hay, sin embargo, algo que me ha decepcionado (además del casi nimio detalle de que Bestia parezca un Furby, claro…) pero que tengo la esperanza de ver remediado en la secuela que ya estamos esperando: el tratamiento que se ha hecho de mi admirada Reina Blanca, la poderosísima mutante psíquica Emma Frost. No me quejo de su interprete, la guapísima pero ligeramente inexpresiva January Jones (perfecta de cintura para arriba pero a la que yo obligaría a entrenar los cuádriceps porque esos muslitos no se ajustan nada a la iconografía de esta gélida pero fabulosa mujer), a la que no culpo de su cara de pasmo permanente porque es que la pobre no tenía donde agarrarse dado lo sumamente plano que es el personaje, del que no tenemos la más mínima pista sobre sus motivaciones y a la que lo único que salva es el hecho de convertirse de esa forma en bastante misteriosa y que nos quedemos con ganas de más.

Popotitos y la Cacha de Emma

“Oye, tú, piernas de pollo: o te pones a hacer sentadillas como si no hubiera un tomorrow o te la monto.”

El resto de las interpretaciones principales me han gustado (especialmente las masculinas): McAvoy está lo suficientemente repelente y poco morboso (todo lo contrario de lo que me resulta habitualmente) como para encarnar al telépata; Kevin Bacon, como Armageddon, está inquietante y sádico a la par que sorprendentemente joven a sus 52 años ¡!; pero la sorpresa (bueno, no tanto, que Susan me lo advirtió aunque yo me resistía…) es un Michael Fassbender que no sólo se ha aupado a mi Top 5 de Hombres de Verdad (porque tiene un tipazo, unos ojos para perderse en ellos y una pinta de canalla con gracia que no se puede aguantar) sino que me ha encantado su presencia escénica y su manera de emocionarse/me.

Si hay alguno que todavía no la ha visto y tiene la oportunidad, que no se la pierda, no se arrepentirá. A mí sólo me queda esperar a su salida en DVD para hacerme con ella en versión original y volver a disfrutarla. Mientras, es más que posible que caiga una sesión maratón con las cuatro anteriores y los muchos cómics con sus peripecias que tengo pendientes…

Michael Fassbender Magneto

Das Aussehen einer echten Mann