To The Wonder (Terrence Malick, 2012): A la maravilla pasando por taquilla

Sólo hay dos clases de personas:  a las que no les gustó «El árbol de la vida» y las que dicen que les gustó.

Y una vez tocadas las pelotas, divaguemos sobre  el cine y el amor.

Era cuestión de tiempo que Malick dedicara una de sus ¿películas? al Amor, como la emoción más pretenciosa que existe. Tanto en su vertiente romántica como en la religiosa, este concepto universal pretende devenir trascendente, verdadero, desinteresado y eterno, cuando en realidad en la mayoría de las ocasiones no es más que un poco duradero espejismo en el que se reflejan el egocentrismo de los amantes (que lo dan todo pero esperan todo a cambio) y el egoísmo de los amados (que ni esperan ni dan nada).

Para hacerlo, el tejano vuelve a utilizar ese estilo narrativo y visual tan propio y arriesgado, que ha ido evolucionando a lo largo de su carrera hasta la abstracción asociativa de «El árbol», que mientras para unos no alcanza sus elevadas aspiraciones (pero es de una belleza audiovisual innegable), para otros constituye un poema sublime de dimensiones trágicas cargado de emotividad. En realidad, la valoración positiva de esa pieza dependerá siempre de dónde se halle el umbral que cada uno tiene separando la sublimidad de la ridiculez y según se decante la balanza, así será la impresión, para incomprensión del sector contrario.

Love by Malick: porque es un tema que da para metáforas sobadas

Pero en el caso de «To The Wonder», el fracaso entre la pretensión de Malick y el resultado es estrepitoso. Su reflexión sobre el amor constituye un facepalm continuo tanto en el fondo como en la forma, convirtiendo el film en una autocomplaciente oda de amor a sí mismo. Dejadme que me explique, que ya noto el furor saliendo por vuestras fosas nasales…

Por lo que respecta al mensaje principal de la película, el que se refiere a la trama amoroso-romántica, Malick tiene la valentía de retratar la relación sin diálogos (uno de los personajes apenas tiene frases, el otro profiere un continuo y exasperante monólogo en off), una ejemplificación de la incomunicación que podría empartentarle con Antonioni. Por desgracia, la caracterización de los personajes que realiza es tan estereotipada que llega a la caricatura, como si nos quisiera demostrar que, además de la Biblia, se ha leído «Las mujeres son de Venus y los hombres de Marte»: ellos no hablan y nosotras, no callamos.

El personaje de Kurylenko, en una interpretación llena de mohínes, parece sufrir un trastorno de desequilibrante oligofrenia lírica y es una de esas mujeres escapadas de los anuncios de productos de higiene femenina que baila descalza sobre la hierba y lame árboles (sic). Cargante y cursi hasta el empacho, sólo le falta encender incienso de pachulí mientras escribe versos con metáforas «de los chinos» a la luz de la luna para ser más insufrible. Su hija de diez años le dobla en madurez. Siendo así, tampoco extraña lo poco que tardan en cansarse de ella Affleck y sus tatuajes feos.

«¡Estoy en esos días!»

El personaje masculino a su vez, es un enigma, un fantasma cuyos pensamientos y motivaciones se nos ocultan, suponiendo que los tenga. Convertido en una especie de príncipe azul (oscuro), todas las mujeres desean desesperadamente casarse con él, en una muestra de la inoculación dañina de la visión reaccionaria de Malick en el carácter femenino: el matrimonio por la iglesia como meta es muy de los ’50, Terrence…

En cuanto a las subtramas de la narración, tanto las escenas de Affleck llevando a cabo su trabajo de análisis de la toxicidad de las tierras próximas a las extracciones petrolíferas, como todo el asunto de la pérdida de fe del padre Quintana (e incluso el personaje completo de McAdams, de hecho la película habría ganado mucho de terminarse antes de su aparición), son anexos desconectados que han perdido toda entidad en la coherencia última del film. Habrá quien quiera encontrarles un nexo de cohesión, pero en cualquier caso tendrá que hacerse a través de un esfuerzo que resta redondez al guión (por decir algo porque un guión como tal no existe, sin que eso tenga por qué ser malo per se). Da la impresión de que dichas secuencias podrían haber quedado fuera del montaje final, como lo hicieron las escenas de Rachel Weisz, Barry Pepper, Michael Sheen, Amanda Peet y Jessica Chastain.

«Y si hablamos bajito, igual Malick no se da cuenta de que todavía estamos en la película y nos salvamos…»

Por lo que se refiere a la forma, como ya ocurriera con «El árbol», estamos ante un material estéticamente brillante y la sucesión de imágenes resulta impactante para el espectador  (a pesar del/gracias al acelerado montaje discontinuo, táchese lo que no proceda). El problema es que después de una hora de preciosistas anuncios de perfume sin ideas de fondo en los que a veces sale Bardem, el entusiasmo por la belleza tiende a desinflarse, y la segunda parte de la película resulta repetitiva e innecesaria.

Da la impresión de que Malick se gusta a sí mismo y se recrea en todos sus tics habituales, en un romance con su propio cine que comienza a hacerse demasiado obvio. Si el amor es, a fin de cuentas, una negación de la alteridad, el director empieza a dar muestras de negarse la posibilidad de ser otro, lo que sería fatal para el cine en general, necesitado como está de artistas capaces de arriesgar en cada película para conseguir lo nunca visto y huir de ese déjà vu onanista que cada vez provoca menos orgasmos y más bostezos.

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