Todos ocultamos algún secreto íntimo que jamás, pero jamás, hemos compartido…

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Sexología para Dummies: Male Fatalest Error

Me vais a permitir que hoy le cedamos este espacio a una gran amiga de toda la vida, la Dra. Beach. Reputada sexóloga de salón, su experiencia viene abalada por millones de tertulias y “momentos terapia” con cientos de  mujeres y algún que otro hombre y sus conocimientos sobre las relaciones y la guerra de sexos provienen de lugares de académico y rancio abolengo como Sexo en Nueva York o las novelas de Marian Keyes o Sophie Kinsella. Vamos, una eminencia…

Nos quiere hablar del peorcísimo error que puede cometer un hombre en los primeros días de su relación con una mujer, aquello que puede ser la cagada definitiva y que sin duda va a  precipitar las cosas hacía territorios de terror extremo. Las autoridades deberían alertar sobre ello, pero como hasta ahora no era tan corriente, parece que se está dejando a ambos sexos a merced de esta recientemente extendida epidemia sin ponerle remedio antes de que se convierta en un grave problema de salud pública.

Para que ellos lo entiendan fácil (os cuesta, os cuesta, lo tenéis que reconocer…) tenemos que hacer un ejercicio de introspección: vamos a visualizar a dos personas del sexo opuesto en una primera cita. Kevin y Jennifer (estamos en EEUU o en Fuenlabrada, ahí ya como queráis) han quedado después de bastante flirteo y miraditas en el lugar X en que se conocieran. La cosa va sorprendentemente bien, la conversación fluye con facilidad, se ríen juntos, tienen cosas en común… en resumen, que hay química. Ambos luchan por disfrutar del momento tratando de mantener sus respectivas expectativas controladas, lo normal en estos casos. Imaginemos ahora que Jennifer decidiera pronunciar en ese momento la improbable frase: “Yo es que siempre he sido muy de follar…” (Improbable que la pronuncie, porque Jennifer de verdad es muy de follar, vamos, como todos los humanos sanos y normales, por otra parte, lo digo para la tranquilidad de algun@s).

No hay que ser urólogo para saber lo que podría suceder en ese momento. Superado el cortocircuito cerebral inicial (y el momento bebida saliendo por la nariz con atragantamiento y riesgo de muerte), lo más probable es que el pobre Kevin fuese, a partir de entonces, incapaz de descifrar una sola palabra más que saliera de la boca de su partenaire y que gran parte de su caudal sanguíneo quedara concentrado en salva sea la parte. ¿Podríamos culparle si se dejase llevar por su ancestral instinto de preservación de la especie y entendiese la frase como una señal más clara que una flecha de neón con la leyenda “Insertar aquí” en la entrepierna de la insensata Jennifer? Siendo justos, yo diría que no.

Ahora volvemos a imaginar la misma estampa bucólica de primera cita exitosa pero en lugar de ser Jennifer, es Kevin el que pronuncia la improbable frase:  “Es que yo siempre he querido tener hijos”. (Improbable pero creedme: está pasando; no es como los vampiros o los zombies que mucha amenaza pero luego nunca llegan y os advierto de que vuestra incredulidad os pone en serio riesgo!!).

Cataclismo nuclear mental. Y mientras Jennifer intenta recomponerse del seísmo gritando mentalmente “Def Con Dos!!! Def Con Dos!!!”, el daño ya está hecho: el útero ha tomado el control.  Si no os parce aterrador, dejadme que os presente a este órgano femenino: Quizá alguna vez hayáis oído hablar de las vaginas dentadas. No son nada. Son los esbirros cuyos hilos mueve il capo di tutti capi. El útero es el parásito definitivo y es, con respecto a la mujer que lo hospeda, “el jefe de todo esto”.

No exageraríamos al decir que el útero es un Terminator T-100 programado con un único objetivo: engendrar. Y para ello se prepara concienzuda e incansablemente cada puto mes desde la menarquia hasta el climaterio. Así que si una mujer es fértil desde los 14 años hasta los 50, eso querrá decir que su útero se habrá acicalado para ser polinizado unas 432 veces. Imaginaos la de decepciones que ha recibido… A que ahora sí que estáis acojonados?

Incluso las mujeres que ya son madres y que racionalmente no sienten la necesidad de volver a serlo son potencialmente  manipulables desde su matriz, porque el útero no descansa hasta el último óvulo y su necesidad de mejorar la especie es tan reptiliana como la que impulsa a los varones a esparcir “lo suyo” all over the place.

¿Podríamos por tanto culpar a Jennifer de sufrir a partir de ese momento comportamientos maníacos y de prácticamente necesitar un exorcismo? El que se atreva a juzgarlo, que tire la primera piedra.

En fin, por la salud mental de nuestras mujeres, se ruega a los hombres aguantarse las ganas de comentar los asuntos de su paternidad frustrada en la medida de lo posible para evitar una ovulación en masa tan potente que podría llegar a hacer que el ser humano se reprodujera por esporas. Y  no sé si a los úteros les iba a gustar que les dejáramos de lado…

Por la Doctora Sylvia Beach

El don

Sara no siempre había sentido que era distinta a los demás. Cuando era muy niña pensaba que los otros veían las mismas cosas que ella. Pero según fue creciendo se dio cuenta de que todos los que la rodeaban estaban ciegos, carentes de ese sentido que a ella le permitía ver más allá, ver el interior de aquellos que la amaban, saber lo que esas personas sentían y anhelaban. Saber lo que las hacía infelices y lo que necesitaban para que sus vidas cobraran sentido. Nunca se lo dijo a nadie porque al principio temía que dejaran de quererla. Después, cuando supo toda la verdad, porque sabía que se sentiría sola: para que esas personas pudieran ser felices tenían que apartarse de ella.

Ese era su don y su maldición.

La mañana de su quinto cumpleaños su padre las abandonó. Eso decía su madre. Pero Sara sabía que no era verdad. Ella sabía que él tenía que irse porque la quería demasiado. Desde que podía recordar su papá había estado triste: cuando la cogía en brazos para abrazarla sentía su amor, y también su melancolía, podía verla, tocarla y notar cómo iba creciendo poco a poco consumiéndole. Hasta que un día supo que él se iría muy lejos, donde su don no pudiera destruirle. Así que su padre dejó en el suelo la maleta en la que había metido unas pocas cosas y se arrodilló frente a ella. La miró a los ojos, esos ojos de una niña que parecía tener más de cien años, y le dijo adiós. Ella supo que jamás volvería a verle. Puso cada una de sus manitas en las mejillas de su papá y le sonrío: así pudo ver como él sería feliz algún día. Tan feliz que olvidaría que había tenido esa niña, y eso la consoló. Sin embargo su madre creía, mientras lloraba desesperada, que no entendía lo que les estaba pasando. Estaba tan ciega…

Por eso su madre nunca la dejó. Por eso y porque nunca la quiso tanto como su padre, por eso la maldición tardó más tiempo en hacerle mella. Siguió con su hija hasta que esa pena oscura acabó llegando y se apoderó de ella hasta convertirla en un ser amargado, hundido en su desesperación e incapaz de hacer nada en su vida que la satisficiera. A Sara le hubiera gustado alejarse de ella, pero no podía. Sólo era una niña y necesitaba a su madre.

Cuando ésta por fin murió Sara tenía veinte años y apenas había tenido amigos. Para ella era imposible: cada vez que conocía a una persona podía ver en su interior y ante ella se mostraba con todo detalle eso que la gente llamaba “su alma”. Podía saber si esa persona podría quererla y, si era así, lo que tarde o temprano ocurriría y no quería hacer sufrir a nadie, aunque con ello pudiera darles después la felicidad. Tampoco quería sufrir ella. Así se convirtió en una chica solitaria que apenas hablaba y esquivaba a los demás. Pero sabía escuchar, y eso le ayudó a encontrar un trabajo como operadora en una línea de ayuda psicológica. Desde la primera palabra ya sabía lo que la persona al otro lado del teléfono estaba sufriendo y lo que necesitaba, así que le resultaba muy fácil darles consejo con unas pocas palabras.

Después volvía al piso que había sido de sus padres y pasaba las noches sola. Pero una tarde, en su camino de regreso en el metro vio a ese chico sentado frente a ella que no dejaba de mirarla. Normalmente evitaba ver dentro de la gente con la que se cruzaba, pero esta vez no pudo. Era como si no pudiera desconectar su poder, así que dejó que el alma de él le contara cómo era, lo que tenía y lo que le faltaba. No sólo descubrió que él podía quererla, sino que se estremeció al darse cuenta de que ella era lo que él necesitaba para ser feliz. No quiso oír su propia voz interior que le preguntaba “¿por cuánto tiempo?”.

Aunque Sara sabía que aquello no podía durar, nunca había estado enamorada y dejó que aquellas sensaciones crecieran dentro de ella y disfrutó cada segundo que le tuvo cerca jugando a que ella también era una persona normal. Una persona que puede ser amada.

Y él la amaba tan intensamente que un día, apenas unos meses después de conocerse, Sara empezó a ver como su amor empezó a destruirle. Comenzó como una pequeña mancha oscura que crecía rápidamente y con la misma intensidad con la que hacían el amor y supo que no debía retenerle o acabaría matándole porque él nunca tendría fuerzas para apartarse. Así que le dejó antes de que él mismo se diera cuenta de lo que estaba pasando. Él le suplicó que no se fuera, pero Sara ya había visto su futuro: sería feliz algún día ahora que la había amado y tendría una vida plena y maravillosa lejos de ella.

Volvió a su solitaria vida, pero entonces le resultaba mucho más difícil. Había descubierto esa pasión desbordante así que ya sabía todo aquello que nunca podría tener. Pocos días habían transcurrido cuando se dio cuenta de que estaba embarazada. Simplemente sintió que había una vida en su interior porque pudo escuchar la voz de su pequeña y diminuta alma. Eso la aterrorizó porque entendió que el amor de su bebé sería el mayor y más desinteresado que jamás nadie le hubiera dedicado y no sabía cómo podría soportar sentir también su sufrimiento. Pero ¿cómo podía deshacerse de una vida que ya le hablaba desde su propio vientre?

Cuando Sara dio a luz a su hijo lloró. “Como todas las madres”, pensó la matrona que creía que no era más que la emoción de ese momento mágico. Pero eran lágrimas por lo que, nada más ver la carita tierna y todavía amoratada de su bebé, supo que tendría que hacer algún día. Nunca sabía cuando ocurriría, pero temía que el intenso amor que sintió en aquel instante acelerara el proceso.

Sin embargo nada ocurría. Cada día veía en el alma de su hijo cómo este la necesitaba, pero no podía presentir nada más. Era como si su felicidad se encontrase donde ella estaba, y por más que escrutaba en su interior no era capaz de ver esa sombra acechando. Su hijito era feliz con ella. Aunque no le resultaba fácil criar a su hijo ella sola jamás se quejaba, porque temía no poder estar con él para siempre. Así que vivía cada día como si fuera el último, tratando de no pensar en un futuro que parecía no existir.

También le consolaba darse cuenta de que el niño era normal. No parecía haber un atisbo de ese don que a ella le había costado tan caro. Crecía ajeno a las preocupaciones de su madre, sano, confiado, alegre… Poco a poco Sara se fue relajando y casi pudo olvidar que una sentencia podía estar acercándose lentamente. Una tarde mientras cocinaba y miraba a su hijo jugar éste se volvió y le dedicó un sonrisa y su bonita alma se iluminó como un millón de estrellas. Sara se dio cuenta de que aquello era la felicidad verdadera. Una felicidad tranquila y sin apasionamientos, un sentimiento dulce y reposado y supo que le gustaría sentirse así para siempre.

Durase eso lo que durase.

Tutto l’universo obbedisce all’amore

[Basado en una historia original de Vince, Herr Brühl et moi.]

Final del verano de 1991. Un pueblo mediterráneo de esos en los que la luz es tan brillante que deslumbra y hace refulgir las hojas de los árboles.

Vemos a una chica caminando al lado de la tapia del cementerio. Por su figura de incipiente mujer estupenda envuelta en un ligero vestido veraniego diríamos que ya tiene casi veinte años, pero en realidad acaba de cumplir los diecisiete. Cuando la cámara se asoma a su rostro descubrimos que tiene toda la radiante belleza de la juventud enmarcada por un espeso cabello negro y que sus impresionantes ojos de color ámbar están vacíos. Sólo el bien formado arco de sus oscuras cejas parece darle algo de expresión a su mirada.
Tan joven y ya le han roto el corazón. A su alrededor hace un tiempo que todo está difuminado por la monotonía del color sepia. Pobre. Todavía no ha aprendido que esto también pasará. Que ese dolor que le atenaza el pecho desparecerá y llegará un día en que apenas recuerde qué era aquello que le parecía el fin del mundo. Y aunque esta experiencia dejará un poso en ella y en su personalidad adulta, olvidará ese sentimiento. De hecho lo olvidará de tal forma que no podrá evitar que vuelva a ocurrir. Todos estamos indefensos ante el olvido. Así debe ser.
De repente dos figuras doblan la esquina por la misma acera enfrente de ella. Apenas tiene tiempo de percatarse de lo que está viendo y, aprovechando que la puerta del cementerio está abierta, se cuela como un relámpago y se apoya al otro lado de la tapia. Era ÉL. Iba hablando y riendo con alguna otra chica. Ni siquiera la ha visto.
No puede evitar que sus ambarinos ojos se llenen de lágrimas y echa a andar entre las primeras lápidas antes de que el nudo que tiene en la garganta la ahogue por completo. Se dirige apenas sin ver hasta un rincón discreto porque por el rabillo del ojo ha intuido un pequeño grupo de personas en el otro lado del camposanto: están enterrando a alguien. Y a ella le parece que es ella la que ha muerto, así que se deja llevar por el morboso pensamiento de estar en su entierro mientras las lágrimas se derraman blandamente por su cara.
De su pequeño bolso saca su walkman y se pone los cascos: un buen entierro debe de tener una música apropiada. Bien hecho pequeña, si hay que vivir un drama, hagamos que sea teatral…

Entonces ve a ese chico. Para ella es un crío, aunque en realidad está a punto de cumplir trece años y eso para él es casi ser un Hombre. O eso creía hasta hace un par de días, cuando la vida no le había robado a la persona a la que más ha querido en su vida, la única que le hacía sentirse en casa y con la que no se sentía juzgado, censurado, incomprendido: su abuela. Él no lo sabe, pero también está llorando. Él cree que sólo está golpeando con el pie esa lápida como si fuera la culpable de lo que le ha pasado y, en ese momento, parece que apenas tiene nueve años.
Ambos se miran. Ninguno de los dos sabe por qué el otro está triste. ¿Acaso eso importa? La empatía es un sentimiento que no podemos detener. Fluye y nos inunda creando un vínculo inmediato. Ahora ya no se sienten tan solos, ahora su desgracia es, de alguna forma, compartida…
Ella se sienta sobre la tumba cuya lápida él pateaba, se quita los auriculares y se los ofrece sin decir una palabra. Entonces el chico se sienta a su lado y ambos acercan sus cabezas para escuchar la misma música a la vez. Un pequeño bálsamo para el alma.
Mientras escuchan la música no se miran, cada uno fijo en sus pensamientos, pero sienten el consuelo de sentir el calor del cuerpo del otro tan cerca, como un abrazo invisible. Para el chico es lo más cerca que ha estado nunca de una mujer. Y en ese momento ella le parece la mujer más hermosa que ha visto jamás. Puede sentir el olor de su pelo y, sin atreverse a mirarla directamente, se da cuenta de que si clava su mirada en el suelo puede ver de reojo la bronceada piel de sus rodillas. Fugazmente siente como en su maltrecho corazón aparece un sentimiento nuevo y sorprendentemente opuesto a lo que sentía hasta entonces: no lo puede definir pero está hecho de una mezcla de esperanza y fortaleza, como si hubiera recuperado ese valor que creía haber perdido.
Entonces se oye una voz de hombre que viene desde el grupo de personas que ya se dirigen a la puerta del cementerio. Es el nombre de él que, al escucharlo, mira hacia allí y luego a la chica. Durante una fracción de segundo se queda atrapado por esos ojos que ahora sí tienen una ligera expresión de curiosidad y por esos labios en los que se dibuja una imperceptible sonrisa. Él retira su mano de los auriculares que sujetaban juntos y, sin decir una palabra, se levanta con decisión y echa a correr. La muchacha se queda sola con su música viendo como el chico se aleja. Un chico que, en ese momento, casi parece de su edad.

¿Continuará?

Aún entonces, …

… tantos años después, le seguía doliendo en ese lugar del pecho. Y no tenía nada que ver con aquello que decían las viejas de que notaban cuando iba a llover, no. Era otra cosa. Era una sensación de pérdida que la asaltaba de repente sin razón aparente. No necesitaba un motivo especial, ni nada que le hiciera recordar como un sonido o un olor… Simplemente de repente se descubría acariciando aquella pequeña y vieja cicatriz cerca del esternón como si así pudiera invocar lo imposible.
Y no es que se agolparan los recuerdos hasta ahogarla en su propias lágrimas. Ya no. Si algo había aprendido es que el dolor no es eterno y que el tiempo acaba curando hasta las cosas que, en teoría, están diseñadas para desgarrarnos el corazón y dejarlo hecho jirones inservibles e inútiles.
Sí hubo un tiempo en el que pensó que se había convertido en una cínica sin remedio incapaz de sentir nada, de disfrutar con nada, de amar nada. Y sin embargo una mañana se descubrió riendo a carcajadas por algo, ni siquiera recordaba ya que fue, pero esa risa fue sincera y pura. Y supo que estaba curada, o que su corazón había vuelto a funcionar. O lo que fuera, porque decidió no ponerle nombre a las cosas para no tratar de apresarlas ni poseerlas. Quizá no fuera una cínica pero eso no significaba que hubiera recuperado la fe… Sin duda había algunas cosas que sí habían muerto con él.
Tampoco le atenazaba ya la culpa: había superado hacía tiempo ese sindróme del superviviente que durante años la había sumido en la oscuridad de una infelicidad autoimpuesta. Se había sentido una impostora en su propia vida, una ladrona que estaba usurpando la identidad de una muerta. Sentir durante muchos años que debía estar muerta, que TENIA que haber muerto aquel día, en aquel preciso momento, le había hecho plantearse hasta que punto su amor había sido verdadero. ¿Se puede llamar amor a aquel que no es capaz de morir por amor?
Ahora aquellos pensamientos le parecían tan pueriles que casi le avergonzaban. Y por momentos le avergonzaba también la supuesta heroicidad de él: aquel que sí había hecho lo que ella no pudo y había muerto por amor. Su mente adulta se preguntaba si las cosas hubieran sido iguales entonces, veinte años después. ¿Habría tomado él ese veneno de pensarla muerta? ¿O habría llorado su pérdida hasta que ese dolor se fuera aplacando y habría continuado con su vida (una vida quizá apagada y vacía)?
Todavía le quedaban, muy de vez en cuando, momentos en los que se rebatía a sí misma y se hacía recordar que quiso hacerlo, que lo deseó ardientemente. Que cuando descubrió que su amor yacía a su lado sin vida no dudó que tampoco quería seguir viviendo. Que cogió esa daga con las dos manos y poniendo la punta en su pecho, había tratado de llegar hasta su dolorido corazón para no sufrir más. Que el frío y cruel acero se había clavado en su carne con un terrible crujido pero entonces un terror indecible se había apoderado de ella y con un violento espasmo había arrojado el arma lejos de sí.
Recordaba como lloró entonces amargamente su cobardía golpeando con sus manos ensangrentadas el pecho de él. Odiándole entonces por no estar allí para darle fuerzas para poder terminar lo que empezó. Entonces no se percató de la paradoja. Hoy hasta le hacía sonreir con ironía.
Cada vez que se sumía en esos pensamientos la sensación de pérdida se hacía tan presente que era casi tangible. Se convertía en una necesidad física, en un anhelo inapresable que bajaba desde esa cicatriz en el pecho hasta su estómago con el peso de una lápida. Y después… se pasaba. Y le parecía como si de nuevo el sol se filtrara entre las nubes para calentarle la cara y hacerle sentir que la vida cobraba sentido.
Y seguía con su vida. Apagada y vacía. Pero era lo único que le quedaba.

No entendía…

… el extraño mecanismo cerebral que la llevaba a despertarse todas las mañanas sobresaltada a las seis cero cero. Ni como, en esa extraña lucidez del momento, podía sentir que todo estaba en su sitio para un instante después, empezar la lucha diaria para evitar que esa sensación se fuera desvaneciendo haciendo borrosos todos los argumentos que la sustentaban, hasta dejar solo un poso inexplicable: justo como cuando tratas de recordar un sueño perfecto que acabas de tener pero tu cabeza lo está devolviendo poco a poco al subconsciente del que, quizá, nunca debió salir por estar revelando mucho más de lo previsto…
Pero era un claro síntoma del momento convulso que estaba viviendo. De, lo que había dado en llamar, el tener la vida en obras. Era raro pero, casi todos a su alrededor pensaban que el caos se había apoderado de todo. Casi podía sentir como los que la querían se ponían un casco al encontrarse con ella, como si los escombros de su aparente demolición pudieran herirles.
No sabían lo equivocados que estaban. No existía tal afán de demolición, no había errores que recomponer (claro que los había pero se aceptaban, formaban parte de su historia…) y sus arquitectos estaban trabajando en seguir construyendo sobre las bases de un pasado que no podía dejar de ser tenido en cuenta. Sin embargo, es difícil integrar un nuevo estilo sobre otro antiguo y siempre hay detalles, a veces importantes, que se quedan en el camino. Se resignaba a aceptar que todo esto sólo estaría claro cuando esta fase de la construcción quedara terminada.
Además, se sentía como si durante el levantamiento de ese pequeño edificio que, según los planos iniciales, debía ser un centro comercial, se hubieran descubierto las ruinas de una antigua pero modesta civilización: era imposible obviar este hecho y seguir como si nada pasara. Se imponía la necesidad de analizar, estudiar, catalogar esos restos.
Probablemente después de eso fuera un sacrilegio seguir pensando en términos de retorno de la inversión: La finalidad original estaba perdiendo su sentido y aquel edificio no sería nunca el lugar concurrido y económicamente ventajoso que se planeó sino que tenía la obligación moral de convertirlo en un pequeño refugio para aquello que debía perdurar, porque ya estaba allí incluso antes de tener conciencia de sí misma.
Alcanzado ese punto de no retorno, le resultaba más fácil aceptar que no iba a ser comprendida si descubría que sí estaba siendo escuchada. Valoraba a los pocos que se atrevían a asomarse a los nuevos planos y a pasearse por entre aquellas vitrinas en las que ya se mostraban algunos de esos, a veces, diminutos retazos de una vida anterior tan olvidada que pareciera que nunca había tenido lugar. Ella los enseñaba con el orgullo con el que una madre relata los avances de sus hijos, aunque en ocasiones le invadía un cierto pudor: no todo estaba en urnas transparentes, todavía se guardaba ciertas cosas que no estaba preparada para mostrar al mundo. No todavía.
Sin duda todo esto le había hecho sentir que su mundo no era inmutable, que las certezas de hoy podían ser grandes incógnitas al día siguiente. Que no volvería a dar nada por sentado ni a rechazar nada por imposible. Que tendría que estar alerta para no dejar escapar nuevas oportunidades… Pero por ahora, había que ponerse de nuevo manos a la obra, porque quedaba mucho por hacer, y eran las seis cero cero.
A los que siempre escuchan, y sobre todo a los amigos nihilistas y cínicos ficticios: vuestra lealtad sí es inmutable.