Todos ocultamos algún secreto íntimo que jamás, pero jamás, hemos compartido…
6 junio, 2013 4 comentarios
Cine y otras adicciones crónicas
23 septiembre, 2012 4 comentarios
Me vais a permitir que hoy le cedamos este espacio a una gran amiga de toda la vida, la Dra. Beach. Reputada sexóloga de salón, su experiencia viene abalada por millones de tertulias y “momentos terapia” con cientos de mujeres y algún que otro hombre y sus conocimientos sobre las relaciones y la guerra de sexos provienen de lugares de académico y rancio abolengo como Sexo en Nueva York o las novelas de Marian Keyes o Sophie Kinsella. Vamos, una eminencia…
Nos quiere hablar del peorcísimo error que puede cometer un hombre en los primeros días de su relación con una mujer, aquello que puede ser la cagada definitiva y que sin duda va a precipitar las cosas hacía territorios de terror extremo. Las autoridades deberían alertar sobre ello, pero como hasta ahora no era tan corriente, parece que se está dejando a ambos sexos a merced de esta recientemente extendida epidemia sin ponerle remedio antes de que se convierta en un grave problema de salud pública.
Para que ellos lo entiendan fácil (os cuesta, os cuesta, lo tenéis que reconocer…) tenemos que hacer un ejercicio de introspección: vamos a visualizar a dos personas del sexo opuesto en una primera cita. Kevin y Jennifer (estamos en EEUU o en Fuenlabrada, ahí ya como queráis) han quedado después de bastante flirteo y miraditas en el lugar X en que se conocieran. La cosa va sorprendentemente bien, la conversación fluye con facilidad, se ríen juntos, tienen cosas en común… en resumen, que hay química. Ambos luchan por disfrutar del momento tratando de mantener sus respectivas expectativas controladas, lo normal en estos casos. Imaginemos ahora que Jennifer decidiera pronunciar en ese momento la improbable frase: “Yo es que siempre he sido muy de follar…” (Improbable que la pronuncie, porque Jennifer de verdad es muy de follar, vamos, como todos los humanos sanos y normales, por otra parte, lo digo para la tranquilidad de algun@s).
No hay que ser urólogo para saber lo que podría suceder en ese momento. Superado el cortocircuito cerebral inicial (y el momento bebida saliendo por la nariz con atragantamiento y riesgo de muerte), lo más probable es que el pobre Kevin fuese, a partir de entonces, incapaz de descifrar una sola palabra más que saliera de la boca de su partenaire y que gran parte de su caudal sanguíneo quedara concentrado en salva sea la parte. ¿Podríamos culparle si se dejase llevar por su ancestral instinto de preservación de la especie y entendiese la frase como una señal más clara que una flecha de neón con la leyenda “Insertar aquí” en la entrepierna de la insensata Jennifer? Siendo justos, yo diría que no.
Ahora volvemos a imaginar la misma estampa bucólica de primera cita exitosa pero en lugar de ser Jennifer, es Kevin el que pronuncia la improbable frase: “Es que yo siempre he querido tener hijos”. (Improbable pero creedme: está pasando; no es como los vampiros o los zombies que mucha amenaza pero luego nunca llegan y os advierto de que vuestra incredulidad os pone en serio riesgo!!).
Cataclismo nuclear mental. Y mientras Jennifer intenta recomponerse del seísmo gritando mentalmente “Def Con Dos!!! Def Con Dos!!!”, el daño ya está hecho: el útero ha tomado el control. Si no os parce aterrador, dejadme que os presente a este órgano femenino: Quizá alguna vez hayáis oído hablar de las vaginas dentadas. No son nada. Son los esbirros cuyos hilos mueve il capo di tutti capi. El útero es el parásito definitivo y es, con respecto a la mujer que lo hospeda, “el jefe de todo esto”.
No exageraríamos al decir que el útero es un Terminator T-100 programado con un único objetivo: engendrar. Y para ello se prepara concienzuda e incansablemente cada puto mes desde la menarquia hasta el climaterio. Así que si una mujer es fértil desde los 14 años hasta los 50, eso querrá decir que su útero se habrá acicalado para ser polinizado unas 432 veces. Imaginaos la de decepciones que ha recibido… A que ahora sí que estáis acojonados?
Incluso las mujeres que ya son madres y que racionalmente no sienten la necesidad de volver a serlo son potencialmente manipulables desde su matriz, porque el útero no descansa hasta el último óvulo y su necesidad de mejorar la especie es tan reptiliana como la que impulsa a los varones a esparcir “lo suyo” all over the place.
¿Podríamos por tanto culpar a Jennifer de sufrir a partir de ese momento comportamientos maníacos y de prácticamente necesitar un exorcismo? El que se atreva a juzgarlo, que tire la primera piedra.
En fin, por la salud mental de nuestras mujeres, se ruega a los hombres aguantarse las ganas de comentar los asuntos de su paternidad frustrada en la medida de lo posible para evitar una ovulación en masa tan potente que podría llegar a hacer que el ser humano se reprodujera por esporas. Y no sé si a los úteros les iba a gustar que les dejáramos de lado…
Por la Doctora Sylvia Beach
30 marzo, 2011 4 comentarios
Sara no siempre había sentido que era distinta a los demás. Cuando era muy niña pensaba que los otros veían las mismas cosas que ella. Pero según fue creciendo se dio cuenta de que todos los que la rodeaban estaban ciegos, carentes de ese sentido que a ella le permitía ver más allá, ver el interior de aquellos que la amaban, saber lo que esas personas sentían y anhelaban. Saber lo que las hacía infelices y lo que necesitaban para que sus vidas cobraran sentido. Nunca se lo dijo a nadie porque al principio temía que dejaran de quererla. Después, cuando supo toda la verdad, porque sabía que se sentiría sola: para que esas personas pudieran ser felices tenían que apartarse de ella.
Ese era su don y su maldición.
La mañana de su quinto cumpleaños su padre las abandonó. Eso decía su madre. Pero Sara sabía que no era verdad. Ella sabía que él tenía que irse porque la quería demasiado. Desde que podía recordar su papá había estado triste: cuando la cogía en brazos para abrazarla sentía su amor, y también su melancolía, podía verla, tocarla y notar cómo iba creciendo poco a poco consumiéndole. Hasta que un día supo que él se iría muy lejos, donde su don no pudiera destruirle. Así que su padre dejó en el suelo la maleta en la que había metido unas pocas cosas y se arrodilló frente a ella. La miró a los ojos, esos ojos de una niña que parecía tener más de cien años, y le dijo adiós. Ella supo que jamás volvería a verle. Puso cada una de sus manitas en las mejillas de su papá y le sonrío: así pudo ver como él sería feliz algún día. Tan feliz que olvidaría que había tenido esa niña, y eso la consoló. Sin embargo su madre creía, mientras lloraba desesperada, que no entendía lo que les estaba pasando. Estaba tan ciega…
Por eso su madre nunca la dejó. Por eso y porque nunca la quiso tanto como su padre, por eso la maldición tardó más tiempo en hacerle mella. Siguió con su hija hasta que esa pena oscura acabó llegando y se apoderó de ella hasta convertirla en un ser amargado, hundido en su desesperación e incapaz de hacer nada en su vida que la satisficiera. A Sara le hubiera gustado alejarse de ella, pero no podía. Sólo era una niña y necesitaba a su madre.
Cuando ésta por fin murió Sara tenía veinte años y apenas había tenido amigos. Para ella era imposible: cada vez que conocía a una persona podía ver en su interior y ante ella se mostraba con todo detalle eso que la gente llamaba “su alma”. Podía saber si esa persona podría quererla y, si era así, lo que tarde o temprano ocurriría y no quería hacer sufrir a nadie, aunque con ello pudiera darles después la felicidad. Tampoco quería sufrir ella. Así se convirtió en una chica solitaria que apenas hablaba y esquivaba a los demás. Pero sabía escuchar, y eso le ayudó a encontrar un trabajo como operadora en una línea de ayuda psicológica. Desde la primera palabra ya sabía lo que la persona al otro lado del teléfono estaba sufriendo y lo que necesitaba, así que le resultaba muy fácil darles consejo con unas pocas palabras.
Después volvía al piso que había sido de sus padres y pasaba las noches sola. Pero una tarde, en su camino de regreso en el metro vio a ese chico sentado frente a ella que no dejaba de mirarla. Normalmente evitaba ver dentro de la gente con la que se cruzaba, pero esta vez no pudo. Era como si no pudiera desconectar su poder, así que dejó que el alma de él le contara cómo era, lo que tenía y lo que le faltaba. No sólo descubrió que él podía quererla, sino que se estremeció al darse cuenta de que ella era lo que él necesitaba para ser feliz. No quiso oír su propia voz interior que le preguntaba “¿por cuánto tiempo?”.
Aunque Sara sabía que aquello no podía durar, nunca había estado enamorada y dejó que aquellas sensaciones crecieran dentro de ella y disfrutó cada segundo que le tuvo cerca jugando a que ella también era una persona normal. Una persona que puede ser amada.
Y él la amaba tan intensamente que un día, apenas unos meses después de conocerse, Sara empezó a ver como su amor empezó a destruirle. Comenzó como una pequeña mancha oscura que crecía rápidamente y con la misma intensidad con la que hacían el amor y supo que no debía retenerle o acabaría matándole porque él nunca tendría fuerzas para apartarse. Así que le dejó antes de que él mismo se diera cuenta de lo que estaba pasando. Él le suplicó que no se fuera, pero Sara ya había visto su futuro: sería feliz algún día ahora que la había amado y tendría una vida plena y maravillosa lejos de ella.
Volvió a su solitaria vida, pero entonces le resultaba mucho más difícil. Había descubierto esa pasión desbordante así que ya sabía todo aquello que nunca podría tener. Pocos días habían transcurrido cuando se dio cuenta de que estaba embarazada. Simplemente sintió que había una vida en su interior porque pudo escuchar la voz de su pequeña y diminuta alma. Eso la aterrorizó porque entendió que el amor de su bebé sería el mayor y más desinteresado que jamás nadie le hubiera dedicado y no sabía cómo podría soportar sentir también su sufrimiento. Pero ¿cómo podía deshacerse de una vida que ya le hablaba desde su propio vientre?
Cuando Sara dio a luz a su hijo lloró. “Como todas las madres”, pensó la matrona que creía que no era más que la emoción de ese momento mágico. Pero eran lágrimas por lo que, nada más ver la carita tierna y todavía amoratada de su bebé, supo que tendría que hacer algún día. Nunca sabía cuando ocurriría, pero temía que el intenso amor que sintió en aquel instante acelerara el proceso.
Sin embargo nada ocurría. Cada día veía en el alma de su hijo cómo este la necesitaba, pero no podía presentir nada más. Era como si su felicidad se encontrase donde ella estaba, y por más que escrutaba en su interior no era capaz de ver esa sombra acechando. Su hijito era feliz con ella. Aunque no le resultaba fácil criar a su hijo ella sola jamás se quejaba, porque temía no poder estar con él para siempre. Así que vivía cada día como si fuera el último, tratando de no pensar en un futuro que parecía no existir.
También le consolaba darse cuenta de que el niño era normal. No parecía haber un atisbo de ese don que a ella le había costado tan caro. Crecía ajeno a las preocupaciones de su madre, sano, confiado, alegre… Poco a poco Sara se fue relajando y casi pudo olvidar que una sentencia podía estar acercándose lentamente. Una tarde mientras cocinaba y miraba a su hijo jugar éste se volvió y le dedicó un sonrisa y su bonita alma se iluminó como un millón de estrellas. Sara se dio cuenta de que aquello era la felicidad verdadera. Una felicidad tranquila y sin apasionamientos, un sentimiento dulce y reposado y supo que le gustaría sentirse así para siempre.
Durase eso lo que durase.
10 marzo, 2011 8 comentarios
Final del verano de 1991. Un pueblo mediterráneo de esos en los que la luz es tan brillante que deslumbra y hace refulgir las hojas de los árboles.
¿Continuará?
3 febrero, 2011 12 comentarios
16 enero, 2011 13 comentarios