Magical Girl: el cine pesadilla

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En definitiva el valor artístico de una obra no está sino en lo que deja en nosotros, lo que despierta, lo que conmueve (o lo que remueve). Esas puertas que se abren, aún en contra de nuestra infantil racionalidad que se niega incluso a aceptar su existencia, y después ya nada vuelve a ser igual. Así esta película de Vermut es un espejo que nos muestra el lado más oculto de nuestra propia perversa humanidad, una llave de la caja fuerte del subconsciente colectivo.

Como siempre que os hablo de una película que considero imprescindible, os recomiendo no pasar de aquí si aún no la habéis visto porque, aunque en este texto no haya spoilers, cualquier cosa podría condicionar el visionado y eso es algo que no me perdonaría. Especialmente en este caso.


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Into the Wooaaaahhhhhh [bostezo gigante]

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¿Alguna vez habéis ido a trabajar de empalmada y con resaca y los minutos se os han hecho horas y habéis tenido la impresión de estar atrapados en un infierno de bostezos en vuestra lucha por mantener los ojos abiertos? Pues es exactamente lo que se siente viendo este musical en el que nada tiene sentido.

Ni el argumento (es, oficialmente, la clse de película que «no saben cómo terminar», hubiera sobrado con una hora para una crítica con ensañamiento, pero lo que es ensañamiento es alargar absurdamente algo hasta las dos horas cuando ya no le importa a nadie nada de lo que está pasando y, de querer algo,  sólo quieres que llegue el Apocalípsis para tener una excusa para dejar la película sin terminar), ni el tono (que carece de consistencia y uno no sabe si las cosas que ve van en serio o es ironía o le dio una apoplejía al guionista  y empezó a escribir escenas a boleo a ver si colaban -me la suda muy fuerte que esto sea un musical de Broadway maravillosísimo: como película es un truño memorable, ladrillo infumable y todo lo able que os podías imaginar-), ni las canciones (¿soy yo o en realidad es la misma única canción que se repite como una paranoia de ácido?) y ni la salva el volver a ver a Johnny Depp en la enésima y estomagante interpretación de extrafalario personaje con el que puede llevar su propia ropa de tarado excéntrico (pero ¿por qué no se casa de una vez con Helena Bonham-Carter y se mudan los dos a Loquilandia?????).

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«Quita, quita… Nada de diseño de vestuario, Rob. Ya tiro yo de fondo de armario y verás que bien queda…»

Por Dios, que nadie cometa el error de torturar con esto a su progenie. No sólo es un tostonazo traumático sino que dos horas de subtítulos es mucho pedir a un crío por muy listo que sea, (mejor llevadles a ver «El alcalde de Zalamea» que les hará más ilusión). Por no hablar de que os van a hacer preguntas incómodas porque hay cosas que un cerebro pre-púber es incapaz de asimilar.

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«Cari, vamos a ir acabando, que esta gente se querrá acostar…»

Muy mal, Rob Marshall. Fatal. Con «Nine» ya me decepcionaste. Yo que te veía como la gran esperanza blanca del musical tras «Chicago» y ¡va a resultar que eres un boicoteador dispuesto a cargarse el género! Dios, qué mal estoy de la conspiranoia…

En conclusión, que si tuviera que formular un deseo, sería este: «I wish…» olvidar este espantoso rollazo cuanto antes para no acabar odiando a Meryl Streep.

Hola, verano

Por fin se acaba el colegio y para los PTCCDC (Padres Trabajadores con Complejo de Culpa) llega el contradictorio alivio de enviar a los ninios al Campamento Yayos y quedarse de rodríguez. A mí me importa muy poco lo que puedan pensar los cabalitos de turno que siempre dicen que tener hijos es lo mejor que les ha pasado en sus vidas. Si eso es verdad, sus vidas son una puta mierda de vaca de calidad superior y me dan mucha pena. Seamos sinceros: los niños son el peor-mejor error que se puede cometer y uno se pasa gran parte del tiempo intentado no llegar a esto:

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Así que nos merecemos un descanso para dedicarnos tiempo a nosotros mismos, a hacernos las ingles a rehabilitar cuerpo, mente y espíritu (sí, es que ahora me he vuelto mística…) con apasionantes actividades, con nuevos y viejos amigos e incluso paladeando la a veces tan necesaria soledad (a ver si se puede una poner a leer un rato sin que le borren el “mami”, coño ya!).

El kick-off estival para mí comienza mañana con un clásico: la fiesta de bienvenida al verano del Circus. Y continuará con orgullos, festivales y conciertos, bodorrios, fiestas patronales, maratones cinéfilos, excursiones con picnic y demás llenagendas (incluyendo, por supuesto, vacaciones para disfrutar de verdad con mi pequeña) que pienso gozar como un preso su condicional. [Por cierto, que la libertad no es hacer lo que te sale del fandango cuando se te antoja, la libertad es asumir la responsabilidad de decidir. Yo lo digo por si… ]

El primer concierto de la temporada va a ser el de KISS, que será también el primero de Victoria en su vida, lo que no está nada mal para empezar (después, no tengo más remedio que confesar que tenemos entradas para ver al mojabragas de niñatas Abraham Mateo, pero hay que compartir sus gustos particulares si queremos que ellos acepten que compartamos los nuestros…).

Por prejuicios (antaño) y pereza (recientmente) no había dedicado mucho tiempo al extenso repertorio de Simmons & Co. (aunque tengan un hitazo que está en lo más alto de mis petardadas favoritas) pero verles una vez en la vida es un must para alguien que ama (mira, no suelo yo usar mucho esta palabra fuera del contexto BDSM…) la música y le debe  tanto placer al rock ‘n roll.

Os deseo feliz verano y aceptad este consejo: usad anticonceptivos o tarde o temprano os veréis escuchando en directo este horror (sí, pero es pegadiza, eh?).

Musical Friday

Pues yo digo que tiene que haber un modo de vivir intermedio entre esa actitud «La Vida Es Una Mierda Y Luego Te Mueres» de nuestro admirado Louie C. Clark o «No Sólo La Vida Es Una Mierda Y Luego Te Mueres Sino Que Además Todo Se Repite En Bucle  Y El Ser Humano Es El Puto Cáncer Del Universo Y Debería Extinguirse» del bueno del Detective Rust Cohle, y el positivismo irrompible a prueba de búnker de la adorable Kimmy Schmidt.

Tiene que haber una forma de pasar por este absurdo sinsentido sin ser un inconsciente o un falso que finge no saber que flotamos en el espacio hacia ningún lugar, pero a la vez con cierta cantidad de paz interior y en algún punto más o menos cercano a ese sentimiento de plenitud al que conocemos como felicidad. Me niego a pensar que no es posible conjugar ambas vertientes porque yo lo necesito. Y como mi vida es mía y vosotros podéis existir o no (lo siento, pero yo «pienso luego existo», sobre lo que hagáis los demás ya no tengo tanta certeza…), pues busco estrategias de todo tipo para llegar a mi particular Nirvana sin tener que pegarme un tiro en la cabeza por el camino a lo Cobain.

Yo no sé si todo está escrito, pero desde luego todo está en las letras y esta semana se me han cruzado más o menos por casualidad dos canciones  de trasición que conllevan dos momentos diferentes: una es el punto y final, el lugar donde se muere la esperanza y hay que asumir que, o pasas página, o la vida sigue sin ti. El otro tiene que ver precisamente con encontrar esa esperanza, con seguir a pesar de todo, evolucionar y crecer porque es que no queda otra. Quedaos con la que más os guste. Yo me quedo con las dos.

Sunday Bloody Life

Los lugares donde cada masoquista de pro se refugia a atormentarse hasta que arrecia la tormenta son diversos y acordes a sus idiosincrasias. A mí no me importaría nada hacerlo en el alcohol, que es cosa romántica y literaria y yo también me sentiría como Hemingway pero con pantys, pero soy de vomitona fácil y la cosa no tiene tanta gracia cuando no hay nadie que te sujete el pelo. Las drogas están bien, pero yo las entiendo desde un punto de vista recreativo y mientras te diviertes es imposible sufrir como Dios manda. El sexo es incontestablemente una actividad que te cambia el mindset y es muy útil para olvidar, pero si de lo que estás huyendo es de alguien, corres el riesgo de encontrártelo en otros ojos o en otros labios, que menudo bajón, y debe de ser un corte monumental tener que salir corriendo en lugar de corriéndose. Yo paso.

Así que al final me quedo con lo que menos efectos colaterales puede provocar: la música y el cine. Los libros también sirven, pero el efecto no es tan inmediato para la cosa del lloro, porque si te tienes que leer otra vez las mil páginas de Tolstoi hasta llegar el momento ferroviario, ya me diréis que efectivo no es.

La música y el cine te permiten, de forma rápida y liberadora, fingir que lloras por otra cosa. Por algo que no te está pasando a ti sino a Karen Blixen o a Thom Yorke (seguro que ya lo sabéis, pero con Radiohead se llora a calzón quitao que es un gusto para los sentidos, entre esas frecuencias tan raras que te activan no sé qué áreas cerebrales y esas letras más raras aún que de tanto no entenderse, las entiende todo el mundo).

Si además mezclas la música con el cine, el asunto se vuelve ya droga dura para maricas como yo (si la mezclas con el teatro, ojo-cuidao que además de al musical, invocas a la Ópera y yo ya me meo del gusto en las bragas como decía Vivian Ward, porque lo que te provoca es un llanto que además te hace sentir más listo (también llamado “el sufrir intelectual”), que como podréis comprender, no lo hay de mejor clase).

Así que aquí van algunas de mis combinaciones escénico-musicales más efectivas para drenar toda la mierda llegado el caso, por si alguna vez lo necesitais.

“Easy to be hard”

Si todavía queda algún tontolaba despistao que no ha visto «Hair», pues ya no sé cómo decirlo. La peli es la forma más sencilla de acercarse a este maravilloso musical en el que no sé si hay respuestas, pero en el que desde luego están todas las preguntas y propuestas que llevaron a una generación a abrazar el hippismo  como forma de vida. Los padres del perroflautismo moderno descubrieron la expansión  de la mente a través de las drogas y la liberación del sexo, la conciencia política como necesaria forma de combatir la represión de los poderes establecidos y una clara y rotunda protesta hacia la violencia impuesta les llevó a la objección de conciencia durante el injusto episodio bélico de Vietnam (además de cultivar un gusto musical excelente, no le quitemos importancia…).  Si te sientes joven y todavía sueñas con la revolución pasiva (la que no nos debería llevar a morir por nuestros ideales sino a vivir por y para ellos, que es mucho más difícil y de paso, maduro, las cosas conforme son), pasa a conocer a Berger y su cuadrilla y de paso, let the sunshine in.

En la obra hay un pesonaje secundario que, de tan insignificante, no tiene ni nombre. Y sin embargo, su historia aporta un gran significado y (no, no voy a decir que es lo que le da calidad a la película, parafraseando a ese genio del humor) trascendencia al comportamiento del resto de personajes, los hace evolucionar, tomar conciencia de algo que muchas veces olvidamos: la solidaridad se ha de demostrar primero a los que tienes cerca. No se puede salvar el mundo siendo cruel con aquellos que te quieren y con los que adquieres una deuda emocional. Es de niñatos egoistas. Pero que lo diga Cheryl Barnes, que lo dice mejor.

 

Y ya, que tengo cosas mejores que hacer que ilustraros, criaturas.

Monidala on the run

 

Cuando uno no está muy fino, acaba haciendo cosas que se podría decir, en el mejor de los casos, que no son una buena idea. A mí, por aquello de ponerse una meta y forzarse a hacer algo con este desecho radioactivo en que se está convirtiendo el cuerpo de cuarenta años que me transporta, me ha parecido una ocurrencia genial prepararme para una carrera que tendrá lugar en mayo. Son siete kilómetros y como lo va a hacer una amiga, pensé que por qué no apuntarse. No me pareció algo imposible y creo que hay tiempo suficiente para llegar al evento con cierto grado de forma si de verdad me lo propongo, lo que está por ver.

Así que hoy, en una de esas mañanas en que todo te sale del revés, todavía medio acatarrada y después de golpearme la cabeza con la puerta de uno de los armarios de la cocina, me he dicho: «Hasta aquí». Y me he lanzado a vestirme para salir a correr. Que conste que yo no hago «running» ni chorradas semejantes. Yo corro, como se ha hecho toda la vida cuando uno pierde el autobús o le persigue un león. Lo normal. Eso quiere decir que no tengo ropa de diseño aerodinámico y que me he tenido que poner unas mallas normales y corrientes que ni son de lycra ni nada, una camiseta y una chaqueta de chándal que le robé a un traficante de crack este verano en Lisboa.

Para empeorar el conjunto, me he peinado con una coleta. A mí el pelo recogido me queda fatal, que no me doy un aire a Katniss Everdeen ni por asomo. De hecho yo solo me recojo el pelo en la cama, y el que esté ahí ya que se apañe con lo que hay…

Como soy cutre de natural y poco preparada para estos menesteres del correr, como veis, pues iba yo de esas guisas con el móvil en una mano y las llaves de mi casa en la otra. En el bolsillo un paquete de klínex porque todavía tengo mocos para exportar. Y alé, ¡a trotar como una cabritilla por los montes! Qué mal: a los pocos metros ya se me ha empezado a caer el auricular de la oreja derecha que hasta me he tenido que plantear quitarme los cascos. Pero claro, sin Madonna, Britney & Co., a ver quién es el guapo que corre. Yo no. Y tampoco podía estar sujetando el auricular, que parecía Stevie Wonder…

Otra cosa que también he notado a los pocos metros, por qué no decirlo, es un dolor insuperable que me subía desde los tobillos, cebándose en mis pantorrillas para ascender desde mis pobres muslos hasta las caderas. Un infierno en la tierra de esos que te hacen replantearte toda tu existencia. Ganas me han dado, pero muchas, de darme la media vuelta y tumbarme en mi sofá tan ricamente. Pero no. He seguido porque una no tiene vergüenza, pero todavía le queda dignidad.

Lo malo es que dos o tres minutos después ya tenía un montón de mocos, por lo que he ido a echar mano de los klínex que tan previsoramente había incluido entre mi equipamiento high-tech. Por desgracia ya no estaban allí. Se ve que con el trote cochinero se me han caído. He aguantado un rato más con la nariz taponada, pero en determinadas circunstancias, una chica necesita todo el oxígeno que pueda introducir en sus pulmones, y la solución era hacer eso que hacen los futbolistas de taparse un conducto nasal y expulsar aire por el otro, eliminado de paso los indeseados fluidos corporales que les estorban. A mí eso me ha parecido siempre de un mal gusto atroz, pero el instinto de supervivencia era más fuerte que las buenas maneras, y cuando nadie me miraba he llevado a cabo la maniobra. Se nota que no tenía experiencia porque la primera vez se me ha taponado uno de los oídos y tenía más mocos en los dedos que en ningún sitio. Pero a la tercera vez ya me ha salido como a Christiano Ronaldo. Que luego he pensado yo que tampoco sé si él hace eso, porque nunca se me ha ocurrido mirarle tanto rato como para saberlo…

Con estos pensamientos y tratando de concentrarme en el suelo para que no se me cayeran los auriculares ha pasado un rato y ya como que parece que mi cuerpo se ha ido habituando a lo antinatural del ejercicio y durante unos diez minutos o así (se pierde mucho la noción del tiempo cuando se agoniza) he estado medio bien: tratando de mantener una respiración normal, sin un dolor excesivo y hasta disfrutando algo de la sensación de libertad y el viento en mi cara… (bueno, igual es que las endorfinas estaban ya haciendo de las suyas y lo que tenía ya era una colocón de puta madre).

En otro momento de lucidez me he dado cuenta de que la cara me ardía. Eso me pasa a mí siempre que hago ejercicio enérgico, que la cara se me pone más roja que Kim Jong-Un y entonces me ha asaltado otro miedo: «mira que si ahora me da un aneurisma y caigo aquí redonda con estas pintas». Me ha venido a la mente Marlene Dietrich en aquella película, tratando de pintarse los labios desesperadamente mientras la apuntaba el pelotón de fusilamiento,  y he rogado que al menos me diera tiempo de quitarme la coleta.

Sin embargo no he llegado a fallecer durante esta sesión. He conseguido llegar a casa sana y salva y, aunque ahora me duelen las corbas que no veas (y más que me van a doler mañana), me siento hasta orgullosa de mí misma porque, como seguramente dirán los runners en su jerga técnica, he aguantado corriendo mazo rato! Pues nada, a ver si consigo hacer esto mismo al menos cada dos días hasta mayo. Mientras, no esperéis que os vaya contando mis avances, ni el estado de mis pulsaciones, ni ver selfies míos, ni actualizaciones en FB de aplicaciones de esas que dicen cuántos kilómetros has corrido: yo ya soy la pesada del blog y no hay que abusar.

 

 

 

 

Musical Friday: «Come On!» (The Hives)

Ains… la Navidad… ese periodo del año en el que sonreímos por sonreír, gastamos por gastar, comemos por comer y bebemos (y lo que no es beber) para olvidar el asco que damos.

Y en los suburbios del horror vacui, calentando motores para lo que nos espera en unos días, la cena de empresa: ese acontecimiento que es como [REC], pero sin guión.

Que Dios nos coja confesados porque se atormenta una vecina.

Espejos & Espejismos: La noche que el 99 llegó hasta abril

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El otro día me preguntaba mi mejor amiga, llamémosla Miranda, por qué algunas personas tienen tantas caras, y algunas tan dañinas. Estábamos hablando de hombres, cómo no… Pero no de todos, claro: sólo de los que nos gustan.

Y de todos los hombres poliédricos, llenos de pliegues en los que se ocultan infiernos que albergan paraísos, y Dios sabe que los hay a paletadas, Santi Balmes es el rey del reverso tenebroso.

Como no hay masoquista que no sea sádico, a casi todos (no sólo a las mujeres, eso sería una reducción simplista que no me pienso permitir) nos encanta que nos flagele alguien que a su vez se tortura con saña. Es el guilty pleasure elevado al éxtasis. Desde ese lugar terroríficamente gozoso nacen muchas de las canciones de Love of Lesbian, y más las que recopilan en su nuevo espectáculo autobiográfico, dulce y cruel.

Yo voy más de otro palo. A mí cuando la cosa pinta en bastos, lo que me pide el cuerpo es revestirme de frivolidad como si fuera amianto, echarme a la pista y hacer del mundo un lugar más bello a base de convulsiones frenéticas de toda índole. Eso y que nos nombren hombre objeto. Cada uno es cada uno. Porque lo de quedarse en casa pretendiendo apurar cielos a lo Segismundo, cada vez me da mas pereza. Vamos, que estoy ya muy mayor…

Por eso y porque parece ser que, musicalmente hablando y según mi otra mejor amiga, llamémosle Samantha (Samantha siempre será Samantha, querido, por mucho Smith Jerrod que se le cruce), soy muy tío. Sí, digamos que no me va mucho la moñada sentimental aunque sea en formato hipster. Va a ser que, como dice Francisca Valenzuela, tengo un buen rabo.

Así que si me das elegir entre tú y la gloria, me quedo con el Poder de la Tijera, de todas-todas. Lo que pasa es que después de aquella noche de verano sansebasteño, de tanto saltar y cantar y gritar y pedir hijos suyos, me quedaron ganas de más. Es lo que pasa con esta clase de hombres, que siempre quieres repetir, y ahí es donde viene el martirio. Porque una cosa es el misterio, y otra ir pidiendo a gritos un exorcismo, hombre… Pero en fin, como no aprendo, allá que me fui a hacer terapia, a expurgar demonios, a abrirme en canal, como dice aquella… Todo muy boreal.

Para cuando llegó «Cuestiones de familia» yo ya lloraba a cántaros. Es lo que tiene ir de dura, y de chulita, y de mujer fatal (fatal de lo suyo, será…), que luego te sale el lado del melodrama y el preguntarse para cuándo William Wyler te va a planificar una secuencia subiendo a lágrima viva por una escalera, con su grúa y con su todo. En fin, que para qué os voy a contar.

De todas formas el espíritu crítico no se me fue con los mocos y tengo que decir que el venue para el evento no era el más apropiado: para que el desolle hubiera sido fetén habría hecho falta un lugar más íntimo, como aquel que escogieron Standstill para su «Rooom». En una plaza de toros no pega estar sentado, vamos, eso te lo diría el tendido 7 de las Ventas, que son lo que entienden. Y entre eso y unos seguratas que parecían la guardia pretoriana romana y teníamos que fumar a escondidas, yo es que me sentía como si estuviéramos en una excursión de las Escolapias. Sólo me faltaba el uniforme, ¡coño!

Fueraparte todo eso, ver a mi significant other (ya, ya sé que esto se usa para los novios, pero permitidme esa licencia porque los novios vienen y van, pero hay cosas que son para siempre) emocionado por escuchar por primera vez sus «Universos Infinitos» en directo, es algo que no tiene precio. O bailar un tango con él y con John Boy, que son cosas que una todavía no había hecho (y ¿no va de eso la vida al fin y al cabo?).

Y por supuesto, volvernos locas a costa del «Manifiesto Delirista», temazo que mantiene mi esperanza porque Balmes y los suyos sigan dándome lo que me gusta: canciones que me sirvan para explosionar y seguir siendo la antena humana del descontrol.

Mientras tanto, no olvidéis que nadie es todo y nada a la vez, así que no dejéis de empujar el horizonte a vuestros pies. Que yo seguiré quemándome en incendios de nieve y calor…

Para tí: por que tú matarías monstruos por mí, pero por ti yo sería una mezcla de beata y ramera.

59 Semana Internacional de Cine de Valladolid: Guía para que los cinéfilos casual no se pierdan en su sección oficial (Parte I)

Cartel

La cinefilia no descansa nunca. Aún con la resaca de San Sebastian y el buen sabor de boca que deja la valentía de que se haya premiado tanto a Vermut como a su obra (no puedo dejar de alegrarme siendo como soy muy fan de «Diamond Flash», pero además por haber tenido la oportunidad de conocer a algunos miembros del equipo de «Magical Girl» y haber estado siguiendo todo su proceso de gestación), nos llega la Seminici con una nueva hornada de pelis, caracterizadas por su vocación autoral (ya sé que esto se os antoja por lo general sinónimo de pestiño, pero «Mayra, hemos venido a jugar»:  Vamos a ver si os puedo contar la Sección Oficial desde una perspectiva poco academicista, ya sabéis, entre la subjetividad que caracteriza al bloguero de pro y la aleatoriedad ignorante del cinéfilo inconsistente …
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Sobran las palabras (Enough Said, Nicole Holofcener, 2013)

Si la post-adolescencia se caracteriza, entre otras cosas, por la novedad de todo, en ese periodo inmisericordemente llamado “la mediana edad”, todo parece un eterno déjà vu. Ese viaje de vuelta, sin embargo, podría encerrar segundas oportunidades si fuéramos capaces de dejarnos llevar, huyendo de la racionalización propia de la madurez. Es lo que parece querer contarnos Holofcener en esta romantic dramedy para adultos inteligente e incisiva en la que, como en anteriores trabajos suyos, prima el diseño de personajes embarazosamente reales y llenos de pequeñas miserias con los que resulta imposible no sentirse identificado.

Situaciones incómodas, diálogos con gracia y un puñado de actores que, sin caricaturizar ni caer en la sensiblería, aportan humanidad a unos padres más incapaces de lanzarse a la vida que sus propios hijos pre-universitarios.

Louis-Dreyfus y Gandolfini crean una pareja con química a pesar de ser casi tan asimétrica como la que habrían formado sus televisivos Elaine y Tony Soprano. Aunque si ella explora territorios dramáticos, es el  desaparecido actor quien sorprende con un nuevo registro entrañable y encantador.

Ligera, conmovedora  y divertida, esta historia agridulce es un espejo en el que mirarnos para reírnos (y compadecernos) de nosotros mismos cuando, de tan adultos, acabamos comportándonos como críos.