Dedicatoria de los viernes: “Dame la razón”

Llegado cierto punto de esta adolescencia perpetua se impone la necesidad de no seguir disculpándose. Más que nada porque mientras se espera esa madurez perfecta en la que uno va a dejar de cometer una y otra vez los mismos errores que han ido forjando su vida, la vida misma se nos va…

Así que se acabó pedir perdón por querer seguir soñando, por ser la misma  agnóstica crédula de siempre, esa ilusa que se niega a dejar de saltar al vacío siguiendo los impulsos de su errática intuición.

Por pasarme de lista y por pecar de tonta, por ser hipersensiblemente cruel, macarra o cursi, melancólica y soberbia, a veces soez. Ridícula y digna, un bebé de doscientos años con las cosas tan claras que está absolutamente perdido.

Por comprometerme con la honestidad aunque se convierta en mi mayor enemigo, por ser un General sin estrategia que confía en su destino pero a la vez no se conforma con lo que éste le va ofreciendo.

Pero sobre todo por querer seguir equivocándome, una y mil veces más. Aunque joda y aunque no se aprenda nada más que a levantarse un poco más rápido y a sacudirse el polvo con algo más de estilo, sin volverse a mirar quién te vio caer. Porque quien sabe si no estarán en mis mayores errores mis mejores aciertos. Y porque no dejaré de confiar en que lo mejor está por llegar.

A mis amigos, no sólo porque me dan razones cuando nos las tengo sino porque además se empeñan en llevarme la contraria por sistema.